domingo, 2 de febrero de 2014

Historia de un amor.

V.

Cuando Miranda llegó a casa, era medio día, tenía algunas horas para almorzar, se sentó en la escalera de piedra y sacó la hoja que traía en el bolsillo, Bruno la miraba perezoso, con los ojos apenas abiertos desde las sombras del cerezo donde pasaba la calurosa mañana, atraído por su curiosidad natural de felino, el gato se acercó, la chica  le explicó lo que había hecho con el conjuro que encontró en el libro y le mostró que ambas hojas eran idénticas, este se quedó con una mirada de grave sospecha, “¿Crees que miento?” preguntó la chica con aire defensivo, “¿ya viste los dobleces de las hojas?” respondió el gato en tono preocupado, la forma en que la hoja del libro había sido doblada y los dobleces que le dio ella a su hoja de forma rápida y casual eran exactamente los mismos, idénticos tanto en su forma irregular como en su número y dimensiones, habían sido escritos por la misma mano y con la impecable ortografía que una buena lectora como ella podía tener, pero ella no había escrito esas dos hojas y de hacerlo nunca lo habría podido copiar de forma tan exacta hasta en los detalles más mínimos y sin ninguna intención además, “Eso es imposible…” murmuró el gato, “…es como si fueran la misma hoja duplicada” luego la miró suspicaz, “¿Puedes hacerlo de nuevo?” Consiguieron lápiz y papel en casa pero el experimento no resultó, fue imposible hacer otra copia igual, las variaciones  eran mínimas pero demasiado evidentes, ni aún poniendo todo el empeño y atención en los detalles podía conseguir un resultado como el primero, ni con la caligrafía ni con los dobleces de la hoja, simplemente había un abismo de diferencia entre “parecido” e “idéntico” y eso era muy raro.

Luego de comer se recostó sobre la cama un rato, por lo general la digestión le daba sueño como a todo el mundo y aprovechaba de tomar una siesta corta, pero esa tarde estaba lejos de dormir, pensativa, sostenía el libro sobre sus piernas, tenía mucha curiosidad sobre el dueño de aquel libro pero no había encontrado nada, mientras lo hojeaba aparecían pequeños párrafos de vivencias que Miranda no se atrevía a leer por completo porque sentía que eran demasiados personales, como que transgredía la intimidad de quien escribía, dos personas desconocidas que claramente tenían una relación, dos personas que se habían encontrado de una forma especial y se habían enamorado verdaderamente, “…es raro, curioso, inhabitual, haberte encontrado tan perfecta dentro de tus naturales imperfecciones, con la voz que me tranquiliza, y esos kilos de más que me enloquecen…” la chica quedó pensando unos segundos sobre la parte última de ese párrafo y esos kilitos de más que ella sentía y que a veces le parecían molestos pero que esperaba que a la persona que amara no le disgustaran demasiado, tampoco se trataba de un problema real, ni de peso ni de autoestima, solo eran pequeñas y naturales, pero persistentes excesos de su anatomía que temía le jugaran en contra en algún momento. Abrió otra hoja al azar donde encontró otro párrafo escrito que nuevamente leyó parcialmente “…hoy estuve pensando en el primer beso que nos dimos,  en cómo  me estremecí y perdí la noción del tiempo, absorto en el calor y humedad de tus labios…” conforme leía aumentaba su curiosidad por saber quién era el dueño de ese libro pero no encontraba ni una sola pista, ni un solo nombre, sin duda pertenecía a un hombre enamorado, que confesaba a su libro lo que sentía, porque no era muy común que un hombre expresara sus sentimientos más románticos con soltura y libertad, incluso a ella le incomodaría un poco que un hombre de su agrado expusiera en público sus sentimientos más profundos o hablara sobre las necesidades de su alma, porque había que convenir en lo poco atractivo o motivante que resulta un hombre que trata de asemejarse a las mujeres en lo que a ventilación de sentimientos y necesidades románticas se refiere, esas cosas debían ser susurradas al oído en intimidad, y debían estar dentro de cierto contexto para no parecer dulces zalamerías de poco valor nutricional como azúcar refinada, además que para ella, un hombre debía inspirarle protección, seguridad, confianza, debía ser alguien de quien aferrarse cuando arrecia la tormenta sin temor que ese sostén se quiebre, no se trataba de machismo porque Miranda detestaba el machismo tanto como el feminismo, se trataba de roles, roles llevados con respeto pero roles al fin y al cabo, ella no quería un hombre que terminara siendo un hijo más, ni menos a uno que se comportara como una nena sentimental y quejumbrosa que le espantara el libido con sus lloriqueos insustanciales, Miranda cerró el libro y se rió sin hacer ruido, “las cosas que deben soportar algunos hombres…” pensó, chicas frágiles como pompas de jabón, temerosas de ensuciar sus impecables vestiditos de tonos rosa y crema y arrugó la nariz con esa idea, pensó que el hombre que a ella le gustaba, no le agradaba jugar con muñecas por lo que  no necesitaría una y ella estaba muy lejos de parecer una.

Bruno dormitaba casi esparramado sobre el marco de la ventana donde la brisa era agradable, nada ni nadie le molestaba y por si fuera poco, percibía el suave aroma de los pomelos en flor que la vecina cultivaba con esmero bajo él. Miranda se sentía cada vez más incómoda por el hecho de tener que devolver ese libro y no encontrar a quien, pero también porque se estaba encariñando con él, eso no era algo raro, por lo general sus libros le generaban sentimientos de empatía, de cariño, lo mismo con sus autores o personajes, pero todo quedaba ahí, con la conciencia de lo ficticio, pero esto era diferente, debía devolver el libro a su autor y personaje y tal vez la tomaría como una entrometida por haberlo leído, eso le generaba conflicto, sentía curiosidad y agrado por el dueño del libro pero también temor e  inseguridad por la reacción de este. Bueno, pensó, si no aparece ningún indicio del dueño del libro no podía devolverlo, y era natural que lo leyera para buscar dicho indicio, por lo tanto no había nada de malo en su proceder. Eso la tranquilizó, seguramente para este momento su dueño se arrepentía de no haber dejado ningún nombre ni dirección en su libro y ya se había resignado a comprar otro.


Pronto pasaría por la tienda de libros de nuevo y preguntaría a Eulogio si alguien había estado buscando un diario olvidado, si no, se lo tendría que quedar. 


León Faras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario