Cuando
Miranda llegó a casa, era medio día, tenía algunas horas para almorzar, se
sentó en la escalera de piedra y sacó la hoja que traía en el bolsillo, Bruno
la miraba perezoso, con los ojos apenas abiertos desde las sombras del cerezo
donde pasaba la calurosa mañana, atraído por su curiosidad natural de felino,
el gato se acercó, la chica le explicó
lo que había hecho con el conjuro que encontró en el libro y le mostró que
ambas hojas eran idénticas, este se quedó con una mirada de grave sospecha,
“¿Crees que miento?” preguntó la chica con aire defensivo, “¿ya viste los
dobleces de las hojas?” respondió el gato en tono preocupado, la forma en que
la hoja del libro había sido doblada y los dobleces que le dio ella a su hoja
de forma rápida y casual eran exactamente los mismos, idénticos tanto en su
forma irregular como en su número y dimensiones, habían sido escritos por la
misma mano y con la impecable ortografía que una buena lectora como ella podía
tener, pero ella no había escrito esas dos hojas y de hacerlo nunca lo habría
podido copiar de forma tan exacta hasta en los detalles más mínimos y sin
ninguna intención además, “Eso es imposible…” murmuró el gato, “…es como si
fueran la misma hoja duplicada” luego la miró suspicaz, “¿Puedes hacerlo de
nuevo?” Consiguieron lápiz y papel en casa pero el experimento no resultó, fue
imposible hacer otra copia igual, las variaciones eran mínimas pero demasiado evidentes, ni aún
poniendo todo el empeño y atención en los detalles podía conseguir un resultado
como el primero, ni con la caligrafía ni con los dobleces de la hoja,
simplemente había un abismo de diferencia entre “parecido” e “idéntico” y eso
era muy raro.
Luego
de comer se recostó sobre la cama un rato, por lo general la digestión le daba
sueño como a todo el mundo y aprovechaba de tomar una siesta corta, pero esa
tarde estaba lejos de dormir, pensativa, sostenía el libro sobre sus piernas, tenía
mucha curiosidad sobre el dueño de aquel libro pero no había encontrado nada,
mientras lo hojeaba aparecían pequeños párrafos de vivencias que Miranda no se
atrevía a leer por completo porque sentía que eran demasiados personales, como
que transgredía la intimidad de quien escribía, dos personas desconocidas que
claramente tenían una relación, dos personas que se habían encontrado de una
forma especial y se habían enamorado verdaderamente, “…es raro, curioso,
inhabitual, haberte encontrado tan perfecta dentro de tus naturales
imperfecciones, con la voz que me tranquiliza, y esos kilos de más que me
enloquecen…” la chica quedó pensando unos segundos sobre la parte última de ese
párrafo y esos kilitos de más que ella sentía y que a veces le parecían
molestos pero que esperaba que a la persona que amara no le disgustaran
demasiado, tampoco se trataba de un problema real, ni de peso ni de autoestima,
solo eran pequeñas y naturales, pero persistentes excesos de su anatomía que
temía le jugaran en contra en algún momento. Abrió otra hoja al azar donde
encontró otro párrafo escrito que nuevamente leyó parcialmente “…hoy estuve
pensando en el primer beso que nos dimos,
en cómo me estremecí y perdí la noción
del tiempo, absorto en el calor y humedad de tus labios…” conforme leía
aumentaba su curiosidad por saber quién era el dueño de ese libro pero no
encontraba ni una sola pista, ni un solo nombre, sin duda pertenecía a un
hombre enamorado, que confesaba a su libro lo que sentía, porque no era muy
común que un hombre expresara sus sentimientos más románticos con soltura y
libertad, incluso a ella le incomodaría un poco que un hombre de su agrado expusiera
en público sus sentimientos más profundos o hablara sobre las necesidades de su
alma, porque había que convenir en lo poco atractivo o motivante que resulta un
hombre que trata de asemejarse a las mujeres en lo que a ventilación de
sentimientos y necesidades románticas se refiere, esas cosas debían ser susurradas
al oído en intimidad, y debían estar dentro de cierto contexto para no parecer
dulces zalamerías de poco valor nutricional como azúcar refinada, además que
para ella, un hombre debía inspirarle protección, seguridad, confianza, debía
ser alguien de quien aferrarse cuando arrecia la tormenta sin temor que ese
sostén se quiebre, no se trataba de machismo porque Miranda detestaba el
machismo tanto como el feminismo, se trataba de roles, roles llevados con
respeto pero roles al fin y al cabo, ella no quería un hombre que terminara
siendo un hijo más, ni menos a uno que se comportara como una nena sentimental y
quejumbrosa que le espantara el libido con sus lloriqueos insustanciales, Miranda
cerró el libro y se rió sin hacer ruido, “las cosas que deben soportar algunos
hombres…” pensó, chicas frágiles como pompas de jabón, temerosas de ensuciar
sus impecables vestiditos de tonos rosa y crema y arrugó la nariz con esa idea,
pensó que el hombre que a ella le gustaba, no le agradaba jugar con muñecas por
lo que no necesitaría una y ella estaba
muy lejos de parecer una.
Bruno
dormitaba casi esparramado sobre el marco de la ventana donde la brisa era
agradable, nada ni nadie le molestaba y por si fuera poco, percibía el suave
aroma de los pomelos en flor que la vecina cultivaba con esmero bajo él.
Miranda se sentía cada vez más incómoda por el hecho de tener que devolver ese
libro y no encontrar a quien, pero también porque se estaba encariñando con él,
eso no era algo raro, por lo general sus libros le generaban sentimientos de
empatía, de cariño, lo mismo con sus autores o personajes, pero todo quedaba
ahí, con la conciencia de lo ficticio, pero esto era diferente, debía devolver
el libro a su autor y personaje y tal vez la tomaría como una entrometida por
haberlo leído, eso le generaba conflicto, sentía curiosidad y agrado por el
dueño del libro pero también temor e
inseguridad por la reacción de este. Bueno, pensó, si no aparece ningún
indicio del dueño del libro no podía devolverlo, y era natural que lo leyera
para buscar dicho indicio, por lo tanto no había nada de malo en su proceder.
Eso la tranquilizó, seguramente para este momento su dueño se arrepentía de no
haber dejado ningún nombre ni dirección en su libro y ya se había resignado a
comprar otro.
Pronto
pasaría por la tienda de libros de nuevo y preguntaría a Eulogio si alguien
había estado buscando un diario olvidado, si no, se lo tendría que quedar.
León Faras.
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