viernes, 21 de febrero de 2014

Simbiosis. Una Navidad para Estela.

II.

Ulises hacía pasar en ese momento por la puerta una grande y bien nutrida rama de pino mientras Aurora, con la panza a punto de reventar, ayudaba conteniendo los extremos del árbol para que no botaran nada, rápidamente la casa se llenó del característico aroma del pino, cosa que era absolutamente novedoso y emocionante para Estela, quien no estaba habituada a que el interior de una casa oliera a bosque. En pocos minutos la rama estaba instalada en una maceta con piedras y tierra para mantenerla en pie en un rincón de la sala, junto al sillón donde la señora Alicia se ponía a tejer. 

Cuando Edelmira salió de su cuarto envuelta en su bata de levantarse, la caja estaba abierta junto al árbol y los primeros adornos eran sacados de su interior, tardó un par de segundos en notar lo que estaba sucediendo pero una vez que lo hizo se puso feliz, echaba mucho de menos la celebración de navidad con árbol, obsequios y adornos como cuando era niña y vivía con sus abuelos que junto a su tía solterona dejaban todo decorado, el árbol, las puertas, las paredes y preparaban una rica cena para la cual siempre invitaban a alguien ajeno a la familia porque decían que la navidad se trataba de compartir y lo hacían sentir que todo lo que se había hecho aquella noche había sido para esa persona, era el invitado de honor, el responsable de que todo aquello existiera “…así eran mis abuelos” terminó Edelmira plena de amorosa nostalgia. Ulises dejó el árbol instalado en su rincón y se retiró mientras Aurora se tomaba un descanso sentada en un sillón abanicándose con una revista debido al esfuerzo que significaba andar con una enorme barriga a cuestas, el resto de las mujeres se divertían decorando el árbol, el pequeño Miguel quería que todo lo que salía de la caja pasara por sus manos antes de ser puesto en el árbol, mientras Alonsito miraba sin comprender el porqué de la urgencia y entusiasmo con el que habían sido llamados, para animarlo, la señora Alicia fue a la cocina a preparar refresco para todos, allí encontró al viejo Ulises sentado con un vaso de agua en la mano, le recriminó amistosamente haber llevado a su nieta en semejante estado a buscar ese árbol pero el hombre le respondió que no había sido así “…La encontré a mi regreso, me vio con la rama a cuestas y de inmediato adivinó para qué era…” La mujer cortaba limones a la mitad para hacer una limonada cuando vio que el viejo tenía algo más que decirle, algo que la hizo detener su trabajo “…dicen que Emilio volvió…” La señora Alicia abrió enormes ojos y se llevó una mano a la boca “¿Y qué vamos  a hacer?, Estela es casi de la familia, yo…” preguntó consternada, “quédese tranquila, tal vez solo ande de paso. Averiguaré qué sucede lo antes posible” entonces se puso de pie y salió por la misma puerta de la cocina dejando el vaso de agua casi intacto.

Debió disimular su preocupación la señora Alicia cuando entró a la sala con la limonada y vasos sobre una bandeja, Estela le ayudó a servir, “hemos terminado con los adornos pero Edelmira dijo que nos falta lo más importante…” y como la señora Alicia parecía estar esperando concentrada en sus pensamientos sin decir palabra, la muchacha continuó “…un nacimiento” Entonces recién el golpe del vaso la sacó de sus preocupaciones con el “cojo” Emilio y su regreso a la ciudad, Aurora acababa de tener una dolorosa contracción que había tensado todo su cuerpo y obligado a soltar el vaso lleno de limonada, “Hablando de nacimientos…” murmuró con sus facciones apretadas de dolor y sosteniéndose a Edelmira que con sangre fría y determinación reaccionó rápidamente “¡Estela, ve por el Médico!” le ordenó con un grito a la aterrada muchacha que salió disparada como si su vida dependiera de ello y luego se dirigió a Alicia que olvidaba todas sus preocupaciones en un solo instante, “No, por ahí no, llevémosla a mi cuarto que está más cerca” El cuarto de la señora Alicia estaba cerca pero lo principal era que no había que subir escaleras. Cuando todo se hubo calmado y ya habían recostado a la muchacha, recién repararon en que Miguelito estaba parado en la puerta, se había llevado buen susto pero ya se le veía más tranquilo “¿Quieres que vaya por mamá? Yo sé donde está…” Aurora le estiró una mano para que se acercara y le sonrió “no, no es necesario que la molestemos, ya pasó todo y me siento mejor, además, ya viene el doctor” Edelmira recordó al pequeño Alonso y aunque el niño era tranquilo como un retrato, lo mejor era ir a verlo.

De los años que Ulises vivía en Bostejo, jamás había cerrado la sencilla cafetería de Octavio ni su orondo dueño había dejado de estar tras el mostrador, trabajaba solo y tenía toda la responsabilidad de atender a sus clientes, algo curioso sucedía con aquellas personas con obligaciones irrenunciables, no se enferman, no se accidentan, nunca fallan, hasta pareciera que no envejecen, sucede con los médicos durante una epidemia o una guerra, las madres con hijos que no pueden valerse por sí solos, y con Octavio, que cumplía con su deber día tras día sin que nadie lo reemplazara nunca. La cafetería era el lugar para enterarse de todo y Octavio escuchaba desde dramas familiares hasta conflictos de estado. Ulises entró y pidió un vaso de vino, allí estaba Diógenes, un abuelo de bigote blanco amarillento por los años y el cigarro, pero impecablemente recortado, con su traje gris tan viejo como él y el sombrero que después de su bigote era lo que más cuidaba de sus posesiones, era uno de los clientes más antiguos y más asiduos del local lo que le daba ciertos privilegios. Luego de unos minutos el tema sobre el “cojo” Emilio estaba instalado “…a mi negocio no ha venido pero llegó a la ciudad y más le hubiese valido no venir” “¿Qué pasó?” preguntó Ulises interesado y el camarero continuó “dejó muchas deudas cuando se fue y algunos de sus deudores son de calaña tan baja como él…” “Se la cobraron con sangre” dijo Diógenes y le dio una última calada a su cigarro antes de apagarlo, el viejo Ulises no lo podía creer, “¿lo mataron?” preguntó, “no, ya sabes lo que dicen de la mala hierba, pero lo apuñalaron y ahora está en el sanatorio…”

El sanatorio no era sino una casona alta de cemento pintada de blanco, donde el doctor Benito Rivera acompañado de dos monjas, atendía a los pacientes cuyos males estaban fuera del alcance de la medicina popular o los rezos contra el mal de ojo. Hasta allí llegó Estela casi sin aliento, no porque el lugar quedara demasiado alejado, sino porque había cubierto la distancia corriendo a todo lo que daban sus pies y sin detenerse ni un segundo. Se quedó en la puerta llamando hasta que una monja bastante mayor salió de una de las habitaciones al largo y lustroso pasillo de acceso, Estela la abordó casi con desesperación y le narró rápida y atropelladamente su emergencia a la religiosa que, con cara de preocupación, se fue en busca del doctor. Este tardaba en llegar y la muchacha daba pasitos de impaciencia adentrándose con la esperanza de oír algo pero lo que oyó fue algo que no se esperaba escuchar ahí, su nombre. El hombre que la llamó por su nombre yacía en una cama vendado en todo su tórax, Estela se había quedado petrificada, realmente no podía creer lo que veía, era su padre, el “cojo” Emilio quien estaba ahí. Solo salió de su asombro cuando el doctor Rivera la zamarreó suavemente, un poco indignado por la urgencia del llamado y la posterior desatención de la muchacha, esta reaccionó y quiso salir corriendo de regreso pero el viejo doctor rió y le dijo “Oh no muchacha, si me haces correr tendrás que luego atenderme tú a mí” y ambos subieron al carruaje que el médico tenía dispuesto para estos casos.




León Faras.

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