miércoles, 12 de febrero de 2014

La Prisionera y la Reina. Capítulo tres.

VI.

            El día que la tierra tembló los salvajes tuvieron miedo, parecía como si el abismo hubiese querido sacudirse de encima la ciudad vertical para tragársela de una vez y para siempre, sin duda el Débolum estaba irritado y su furia debía ser aplacada lo antes posible. Aquel día una mujer se propuso de forma voluntaria, estaba enferma y temía que no se recuperaría, tenía tres hijos, los dos más pequeños eran cuidados por las mujeres mayores, el hijo mayor por el padre y el resto de la comunidad, por lo que sentía que debía hacer que su muerte valiera algo más que una agonía dolorosa e inútil. Luego de despedirse de sus hijos pequeños que no comprendían bien lo que sucedería, fue llevada por su esposo y su hijo mayor hasta la plataforma que descendía, el curso del agua fue movido y la gigantesca rueda de madera comenzó a girar, esta a su vez empezó a levantar el contrapeso y la plataforma lentamente se sumergió en las tinieblas del abismo con las antorchas encendidas, la plataforma descendió hasta tocar fondo, aunque no el fondo del abismo sino uno  mucho menos hondo esculpido en la pared, desde ahí, un camino conducía hacía la gran cueva que se adentraba y descendía en la tierra, en cuya profundidad estaba el lago de lava donde moraba el Débolum, el defensor del abismo y de la ciudad de los salvajes. La cueva era gigantesca, con estalactitas enormes que ya habían llegado al suelo formando impresionantes y acinturadas columnas por todas partes, la mujer se adentró con paso lento y cansado seguida a prudente distancia por su esposo y su hijo, quienes podían servir de ayuda a la mujer en caso de que el ataque del Débolum no fuera lo suficientemente fulminante y efectivo. Pero la mujer no iba con la intención ni la esperanza de dominar al demonio de la lava, tampoco llevaba el miedo natural que cualquiera sentiría ante una criatura incandescente, la mujer estaba ahí en busca de su muerte, una muerte más rápida y valedera que la que le esperaba en el lecho y más digna también, para su familia y para su comunidad.

Luego de una hora de casi puro descenso el calor y el olor a azufre se volvieron intensos, el lago de lava estaba cerca. La mujer se detuvo cuando el suelo se cortó abruptamente en un profundo precipicio que terminaba en un gigantesco lago de lava derretida y burbujeante de la que no dejaban de emanar vapores a ratos insoportables. Una gran cantidad de estalactitas colgaban del cielo frente a ella pero deteniéndose a varios metros sobre la lava, se le antojó a la mujer un bosque de piedra invertido con un firmamento color oro allá abajo que no dejaba de ser hermoso, del Débolum no había rastros y eso empezaba a incomodarla, no sabía que debía hacer, se sentía mareada y le dolía la cabeza, no podía simplemente sentarse a esperar ni tampoco se atrevería a lanzarse a la lava, el demonio debía haber estado allí, debía haber estado esperándola ansioso e impaciente para devorarla, pero en su lugar solo había silencio, oscuridad y ese olor que la estaba enfermando más de lo que ya estaba. Padre e hijo observaban de prudente distancia sin saber bien qué hacer tampoco, cuchicheando sobre lo que debía suceder y no sucedía. La luminosidad de las antorchas tampoco ayudaba demasiado, siendo tremendamente deficiente y escasa para las dimensiones de la cueva. La mujer ya se sentía realmente mal, y la espera en un ambiente tan desagradable y hostil la estaba exasperando, intentó gritar tan fuerte como pudo, pero pronto debió desistir por la falta de oxígeno lo que la mareó y la hizo sentir peor, sudaba mucho y sentía sed, tomo una roca y la lanzó al vacío tan fuerte como pudo pero la lava se la tragó sin ningún rastro en absoluto de mínimo dramatismo en el suceso, la siguiente roca la lanzó contra una de las estalactitas más cercanas logrando causar un pequeño revuelo, pero nada sucedía. Se sintió frustrada y todos sus malestares desembocaron en enojo, comenzó a arrojar piedras y a gritar hasta sentir que se desmayaba, el hombre y el muchacho se preocuparon, pensaron en acercarse pero debieron detenerse, una de las rocas chocó contra una columna de piedra de cuatro o cinco metros que estaba erguida a su lado en una saliente frente al vacío, esta comenzó a abrirse y se convirtieron en cuatro enormes alas y de su interior emergió una criatura impresionante formada de rocas incandescentes de cuyas junturas no cesaban de gotear metales derretidos y fuego, caminaba sobre cuatro patas y volaba con cuatro alas, su mandíbula era enorme y poseía una majestuosa corona de cuernos. La mujer estaba petrificada, el demonio había salido de la nada y ahora estaba a escasos metros de ella, fue en ese momento cuando su hijo Rancober, se lanzó contra el Débolum dando alaridos, incapaz de soportar ver a su madre en semejante situación, su padre corrió para detenerlo pero ambos se frenaron cuando el demonio abrió su fauces y de una sola vez hizo desaparecer a la mujer que tranquila y en paz se dejó devorar. Luego de eso el Débolum voló tranquilo y soberano por su bosque de estalactitas por unos segundos y se lanzó en picada contra su lago de lava donde desapareció sumergiéndose.


            Ahora Ranc le mostraba orgulloso las alas que había construido a su padre, pronto debería volar sobre el abismo y así probar que no le temía, sino que lo respetaba como su protector, pero el muchacho tenía otra idea, quería usar sus alas para descender a la cueva del Débolum y enfrentarlo, era una locura desde todo punto de vista pero él era un adolescente que había visto morir a su madre y que temía por la vida de su amiga Hanela a la que estaba prometido, ella lo apoyaba con el dolor de su alma y estaba dispuesta a acompañarlo, pues ambos sabían que si el demonio no acababa con uno lo haría con el otro, solo era cuestión de tiempo.


León Faras. 

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