martes, 30 de septiembre de 2014

La Prisionera y la Reina. Capítulo tres.

XII.

Al otro lado del abismo y después de las enormes llanuras y lejanas colinas, el sol salía majestuoso iluminándolo todo, todo excepto el interior del abismo y por añadidura la ciudad vertical de los salvajes. Idalia, la mujer maldita, permanecía inmóvil recostada sobre su costado, aunque hacía rato que ya no dormía, tal vez había dormido demasiado durante el tiempo que fue prisionera, o tal vez era que su pronta ejecución, aquella misma mañana, le habían quitado el sueño, aquello le asustaba terriblemente, sí, estaba decidida a quitarse la vida, y ese era su único consuelo, que su muerte acabaría con Rávaro, pues ese siempre había sido su plan, llevárselo a la tumba preso de su maldición, pero ese abismo le aterraba y aquella criatura de lava o lo que fuera de la que tanto hablaba esa gente, le aterraba aun más, sin embargo, la muerte siempre es la misma, aunque las formas de morir sean tan variadas, no esperaba hacer de su muerte un acto de valentía o trascendencia, sino uno de pura y llana venganza, acabar con la vida del que tanto daño y sufrimiento había causado.

Sucedió aquel día en que se supo del embarazo de Moriel, la hermosa chica que Rávaro había elegido como amante, esta había huido atemorizada, cuando le hicieron ver que a pesar de la cantidad y variedad de amantes ocasionales que Rávaro había tenido en su privilegiada posición, no contaba con descendencia conocida, lo que con seguridad significaba que el señor de aquellas tierras no podía engendrar, por lo que no tenía chance de convencerle de que el hijo fuera suyo. Rávaro, en compañía de varios de sus soldados, llegó hasta una casa cercana a su castillo, una casa con una pequeña granja y un precario establo como había muchas allí, en ella un hombre reparaba una valla mientras su hija de diez años se entretenía con su gato pequeño. Rávaro se detuvo en la entrada y contempló algo que traía guardado en su puño, era un trozo de cristal que brillaba intensamente, luego de eso entró en el hogar, fue atendido con humildad por el hombre y su esposa, los soldados se esparramaron por los alrededores de la vivienda. Rávaro estudió la casa con detenimiento, agudizando sus sentidos. Dejó el cristal brillante sobre la mesa y les explicó a los dueños de casa que él había mandado a hacer un hermoso collar con la otra mitad de esa piedra y se lo había regalado a la hermosa Moriel, por la cual sentía un profundo afecto, lo había hecho así porque dicho cristal brillaba más intensamente al estar unido a su otra mitad y se opacaba con la distancia, por lo que era fácil encontrar el otro trozo y a juzgar por el brillo que tenía ahora se podía decir que el collar estaba bastante cerca, tal vez dentro de esa casa. La pareja se miró entre sí y luego al piso, según ellos no sabían nada sobre aquel collar ni sobre aquella muchacha. Mentían evidentemente. Entonces Rávaro hizo brotar de la nada fuego desde la base de una de las paredes cercanas y esta comenzó a quemarse con viveza, preguntó dónde ocultaban a la chica, pero la pareja se mantuvo en silencio, entonces las llamas brotaron en otra de las paredes y crecieron rápidamente hasta el cielo, la mujer rogaba clemencia con desesperación, alegando inocencia, el lugar se convertía en un infierno abrasador ante el cual Rávaro ni se inmutaba, volvió a preguntar mientras el fuego comenzaba a desmoronar la casa, desde afuera, uno de los soldados apareció, con dificultad debido al intenso calor, le informó a su jefe que habían atrapado a dos mujeres, una de ellas era Moriel, la otra parecía ser una de las hijas del matrimonio, al ver la casa en llamas habían salido de su escondite. Rávaro ordenó que subieran a Moriel al carro, se encargaría de ella personalmente, con la otra podían hacer lo que quisieran. Esas fueran sus palabras, y provocaron que la madre se lanzara a sus pies rogando misericordia,  pero Rávaro la apartó con un suave movimiento que la dejó inconsciente, luego tomó su cristal y se retiró, y como si hubiese sido su presencia lo único que mantenía la casa en pie, esta de desmoronó devorada por el fuego con sus dueños atrapados en su interior. Al salir, vio un soldado que, con una rodilla en el suelo, hablaba con la hija menor de aquella familia, le había dado un par de monedas, y le decía que todo eso pasaría pronto y que ella estaría bien.


Aquel fue el día en que Idalia, la mujer maldita, se enteró de la maldición que cargaba sobre ella y las demás mujeres de su familia. Su hermana se lo contó antes de convencerla de que debía irse sola a casa de sus tíos y primos, pues ella tenía que hacer algo importante antes. Idalia se fue, pero tuvo la mala idea de regresar por su gato, en el establo encontró a su hermana colgada de una viga, la maldición se encargaría de acabar con aquellos que habían abusado de ella. Ahora era su turno, descendería a las profundidades del abismo y acabaría con su vida en las fauces de esa criatura, de esa forma Rávaro moriría y el círculo por fin se cerraría.


León Faras.

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