!00.
Petro se dirigía a Rimos con el carbón, era el turno de Gan realmente, pero aquel insistió y el otro no se opuso. Por un lado, Petro estaba trabajando en una carreta y debía ser él mismo quien negociara por los ejes, los anillos de las ruedas y esas cosas, y por el otro, Gan había descubierto un nuevo juego en el que el señor Barros era bastante bueno a pesar de casi no ver nada y con el que se podían pasar varias horas entretenidos mientras el carbón se cocía y el vino de arándanos durara. Un fulano de hablar raro le intercambió por carbón un tablero cuadriculado blanco y negro, Gan jamás había visto algo así, un juego que no usara dados ni cartas, solo un montón de pequeñas piedras blancas, todas blancas, abundantes en cierto recoveco del río Jazza. Las reglas eran muy simples: se repartía igual cantidad de piedras para cada uno, estas se ponían en los cuadros negros y solo sobre éstos podían moverse, además de que solo se les permitía avanzar, nunca retroceder, a menos que llegaran hasta el otro extremo del tablero, entonces sí podían devolverse. Con estas reglas básicas, más otras inventadas sobre la marcha, debían comerse o capturarse tantas piedras como fuera posible saltándoles por encima, y el que comía más, era el que al final ganaba. Petro no entendía cómo una actividad tan estúpida podía mantener ocupados a dos hombre adultos durante tanto tiempo, pero reservado como era, simplemente cerraba la boca y se ocupaba de sus asuntos.
Había un pequeño grupo de guardias cizarianos en la entrada de Rimos, junto a una de sus columnas, por lo general podía haber alguno si se les antojaba algo, pero no era cosa usual, tal vez buscaban a alguien. Petro iba a pasar con la cabeza gacha igual que sus burros, cuando un muchachito con uniforme de soldado lo detuvo poniéndole una mano en el pecho. “Tú, ¿De dónde eres?” Le preguntó, consultando una hoja de papel que sostenía con la otra mano. Por lo visto el muchachito sabía leer. Petro lo miró ofendido, como si lo estuvieran confundiendo con un delincuente. “Yo nací en la Roca Colorada, que fue donde me parió mi madre, pero luego nos trasladamos a la aldea de Cipiolo, donde mi madre enfermó y finó después de unos años, desde entonces mi padre y yo hemos recorrido el monte sin sentarnos en ningún lado por mucho tiempo, hasta ahora, que cocemos carbón junto al…” El muchachito lo detuvo con gesto demasiado prepotente para alguien que apenas pesa un poco más de lo que lleva puesto. “¿Qué es todo eso que dices, eh? ¿Qué lugares son esos? ¿Acaso te burlas de mí?” Le espetó con una palma en alto, enojado, como si pretendiera abofetearlo por estarle mintiendo. Petro estaba dispuesto a ponerlo en su lugar a pesar del uniforme, pero entonces un soldado con más bagaje en el oficio y cuatro canas en el bigote, detuvo el entusiasmo del muchacho con una baldada de tedio rutinario difícil de disimular. “Ya déjalo en paz, Fico, que no ves que es un carbonero… ¿Qué diantres piensas hacer con un carbonero en el ejército, ah?” Le dijo, con el gesto de alguien que está realmente harto de su trabajo. Luego hizo avanzar a Petro y sus burros con fastidio, como si éste le estuviera estorbando, y volvió a lo que fuera que estuviera haciendo antes, dejando a Fico a cargo otra vez. Aquellos eran reclutadores, pensó Petro, Cízarin estaba armando su ejército nuevamente, pero ni el mismísimo rey pensaría en dejar a sus herreros sin su carbón.
Después de los reclutadores, el siguiente que detuvo a Petro a la entrada de Rimos fue Nardo, el herrero. “Oye, Petro, ¿tienes un momento?” Le dijo, con seriedad. Petro se quedó admirado. No solo lo llamó por su nombre, en vez de “holliniento,” sino que además, todo su gesto transmitía respeto. Ahora el carbonero sentía auténtica curiosidad. Nardo le habló en voz baja y cuidándose de no ser observado por los otros herreros, como si estuviera haciendo algo ilícito. “Oye, amigo, no te sobrará un saco que me vendas… Ya sé que tu carbón ya está pagado y no quiero fastidiar a Yelena, pero me he quedado corto y necesito sacar un trabajo… Hazme ese favor ¿Quieres? Solo uno estará bien.” Le rogó, no sin algo de esfuerzo. ¿Acaso quería de su carbón maldito, extraído del Bosque Muerto? Preguntó Petro, intrigado, pero Nardo no podía más que tragarse sus palabras, y es que los carboneros se estaban volviendo escasos, porque debían buscar la leña cada vez más lejos y eso hacía que su trabajo fuese cada vez menos rentable. Petro sonrió, y su sonrisa era tan antinatural como ver sonreír a un poste: su predicción se estaba haciendo realidad antes de lo que pensaba. “Tarde o temprano todos los herreros terminarán sacando su carbón del Bosque Muerto.” Le recordó, con una mueca de burla de lo más incómoda que a Nardo no le hizo gracia. “¿Me vas a vender un saco o no?” Gruñó el herrero. Petro asintió satisfecho. “Pero para la próxima tendrás que hacer tu pedido con anticipación o no te daré nada.” Le advirtió. ¡Dios! Petro volvía a sonreír, y era como si sus músculos no tuvieran costumbre de hacerlo. Nardo volvería a pedirle carbón más temprano que tarde, si seguía así, no solo una carreta le haría falta, también un par de brazos extra.
León Faras.