VIII.
Baros
aun se encontraba metido en una jaula, había visto como Rávaro incineró a su
jefe de guardias sin mover un solo dedo y temía el mismo destino para él. Cuando
ya se lo llevaban, Baros quiso saber si era cierto que Orám había sido amante
de la mujer maldita, Rávaro respondió que sí, al igual que ellos dos, entonces
el prisionero pensó, que la maldición era falsa lo que Rávaro desmintió
rápidamente, la maldición es verdadera pero es solo de la mujer maldita y no de
sus amantes, era la mujer la que no debía morir. Rávaro no tenía ningún
impedimento para acabar con él de la misma forma como había acabado con Orám,
pero antes le ofrecería un trato, ambos
tenían el mismo interés en encontrar a la mujer maldita, así que lo enviaría a
él en una misión diplomática, muy acorde a sus cualidades, a negociar la
recuperación de Idalia.
Lorna
había robado algunos frutos para comer y se había ocultado dentro del castillo
que conocía bien, ya antes lo había hecho cuando el semi-demonio Dágaro murió
por causa de la Criatura, y ahora volvía precisamente para devolverle la vida.
Las joyas que le había pedido eran pequeñas piedras con la facultad mística de
traer las almas del otro mundo a este y retenerlas dentro de cuerpos materiales
nuevamente, el tétrico ejército de Dágaro estaba compuesto como ya se ha dicho,
por almas de antiguos guerreros apresadas en cuerpos metálicos de lustrosas
armaduras. Ahora Lorna necesitaba tan solo una de esas piedras y un cuerpo
adecuado para que Dágaro volviera, tomara a su ejército, su castillo y acabara
con su hermano Rávaro, pero para conseguirla debería bajar a las catacumbas, justo
antes de llegar al pozo de las celdas había un pequeño pasillo que conducía a
las bodegas, donde encontraría a Baba, el imperecedero bodeguero del castillo,
un anciano ciego y mudo a causa de su antiguo amo y que hace años no respiraba
aire fresco o sentía el calor del sol.
Con
la llegada del atardecer Lorna se puso en movimiento, solo llevaba una roca en
caso de que necesitara defenderse, era lo mínimo hasta que consiguiera otra
cosa, la penumbra dentro del castillo era bastante más espesa que afuera y
pronto deberían encender las antorchas, por lo que había un lapso de tiempo en que
se podían recorrer los pasillos a oscuras sin llamar mayormente la atención,
como lo haría cualquiera de los innumerables roedores y otros seres que de la
ciénagas buscaban refugio y abrigo en los recovecos del castillo. Llegó a las
escaleras de roca que conducían a los pisos inferiores, y comenzó a bajarlas
pero una luminosidad creciente en el pasillo de abajo y el sonido de pasos la
hizo volver rápidamente, se pegó a la pared y vio pasar a dos guardias, uno delante
con una antorcha y otro atrás armado que llevaban en medio a un maltratado
Baros pero caminando por su cuenta y sin grilletes de ningún tipo, no lo había
visto desde que junto con Serna habían planeado matar a la mujer maldita para
deshacerse de Rávaro pero todo había resultado mal y solo él había sobrevivido,
le pareció muy extraño que lo llevaran sin cadenas, como si no temieran que
fuera a huir. Pero esas cavilaciones solo le tomaron algunos segundos, debía
seguir. Amparada en la oscuridad bajó las escaleras pero una vez abajo se
detuvo ante un murmullo, alguien tarareaba una canción, se trataba de un hombre
que venía encendiendo las antorchas del pasillo, Lorna se le acercó con la espalda
pegada a la pared hasta llegar al lado del hombre que en ese momento se
volteaba con una botella empinada sobre la cara bebiendo un largo trago de
licor, cuando bajó la botella el hombre debió entornar los ojos para ver bien a
la atractiva mujer que aparecía ante sus ojos manteniendo ambos brazos en alto
e iluminada por la trémula luz de su antorcha. Lorna bajó los brazos de un
movimiento rápido y con la piedra que tenía en sus manos le dio un golpe
terrible en la cabeza al pobre tipo que dentro de su borrachera no sintió
verdaderamente el golpe, pero su aturdido cerebro sí, sintiendo de pronto que
ya no podía funcionar más y desconectando todas las funciones. El hombre se
desplomó y aunque el golpe no lo mataría ya no se volvería a poner de pie, las
llamas de la antorcha que tenía en la mano hicieron contacto con el licor de la
botella y el que llevaba sobre la ropa incinerando el cuerpo rápidamente, Lorna
tomó un puñal que el hombre tenía al cinto evitando quemarse las manos y se alejó antes de que llamara la
atención. Al poco rato sintió los gritos angustiosos del hombre que en un
intento desesperado de su cuerpo por salvarse se despertaba sin una consciencia
real solo para dar gritos y movimientos automáticos que pronto se extinguieron
del todo. Eso llamaría la atención de alguien por lo que la mujer se apresuró a
alejarse rumbo a las catacumbas. El recorrido hasta allí le pareció
sospechosamente solitario, no era un trayecto demasiado largo pero era extraño
que no se hubiese topado con ningún soldado de Rávaro, pero la duda quedaría
resuelta al llegar al último de los pasillos, al final de este, frente a las
celdas que llevaban al foso, los soldados estaban reunidos, al
menos una docena de ellos estaban ahí, haciendo un círculo y disfrutando de
algo que sucedía dentro del círculo, Lorna no tuvo problema en alcanzar el
pasillo que conducía a las bodegas pero algo la hizo detenerse unos segundos
para ver qué era lo que mantenía entretenido al grupo de hombres y la respuesta
no dejaría de sorprenderla. El enano de rocas estaba ahí, los hombres que se
jactaban de su fuerza, hacían esfuerzos por separar las piedras que formaban el
cuerpo del enano solo consiguiendo un par de centímetros, pero el enano sin
grandes esfuerzos reunía sus piedras a veces apretando los dedos de sus
agresores lo que provocaba el estallido de carcajadas por parte de los demás, de
esa forma el enano se iba ganando poco a poco el aprecio de los hombres. La
mujer no entendía como el enano había llegado hasta allí o por qué, pero le
sería de gran ayuda para hacer su trabajo sin mayores inconvenientes.
León Faras.
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