III
La pequeña Sofía caminaba entre la
multitud de personas que maravilladas observaban el espectáculo, llevaba el
vestido rojo con bordes blancos que Beatriz había elegido para ella aquel día,
observando a la gente como se quedaba viendo con la boca abierta a Braulio
Álamos que como idiotizado devoraba envoltorios de papel, servilletas e incluso monedas metido
en una jaula, las mujeres se llevaban la mano a la boca con asombro y asco
mientras los hombres reían aparatosamente ante tal espectáculo. Luego observó
como algunas muchachas mayores gastaban su dinero y se sorprendían al oír las
revelaciones de Mustafá, el autómata quien parecía ser bastante acertado,
incluso con los triviales problemas amorosos de las adolescentes, siguió
caminando hasta donde un grupo de personas observaba el espectáculo de los
hermanos Monje, la niña los observó durante unos minutos maravillada, de las
veces que había visto su espectáculo aun no se cansaba de ver como esos dos hombres
hacían desaparecer las cosas ante los ojos de las personas y luego hacerlas aparecer
a voluntad y de una forma incomprensible e increíble, intercambiándose las
cosas sin que nadie notara como, eran dos ancianos idénticos que en un show sin
mayor parafernalia, uno de ellos cubría al otro con una capa oscura, el oculto
desaparecía ante los ojos de los demás e inmediatamente salía de entre el público
aplaudiendo su propia desaparición ante el profundo asombro de la multitud. Ellos
mismos se encargarían de dar paso a la siguiente atracción, poniendo una jaula
velada sobre el escenario en la que ambos entraban, Cornelio Morris aparecía
para hacer una presentación que llenaba de tensión y ansiedad al público, para
luego retirar el velo de la jaula y presentar al “Hombre simio domesticado” Von
Hagen aparecía dentro de su jaula y la gente retrocedía incrédula, era una gran
sorpresa para todos pero no para Sofía, ella veía a Horacio como un amigo,
alguien confiable, amable y comprendía que aquello no era más que un
espectáculo para toda esa gente. La niña siguió su camino, su madre pronto
haría su espectáculo de contorción y debía verla antes, le dio la vuelta al
camión para buscarla en el acoplado tras el escenario donde debía estar pero no
la encontró, fue al pequeño cuarto desmontable que ambas compartían pero
tampoco la encontró allí, pronto le tocaría actuar, era extraño, debía
peguntarle a alguien pero todos estaban ocupados en sus presentaciones, de
pronto recordó a Román Ibáñez, él no hacía ningún espectáculo, solo debía
encargarse de Mustafá, este como siempre estaba atendiendo a su inagotable
público a la entrada de su tienda de lona azul decorada con estrellas y lunas
que aportaban un ambiente místico, en la parte de atrás seguramente estaría el
enano, haciendo quien sabe qué cosas para que el autómata funcionara. La niña
llegó hasta allá, Román le parecía un hombre gracioso, un poco extraño pero
sobre todo le agradaba que fuera de su estatura, el lugar estaba cerrado pero
la niña corrió la cortina, su expresión cambió drasticamente, alguien volvió a
cerrar la cortina de forma violenta y la tomó por los hombros, era el horrible
Charlie Conde que la había sorprendido justo a tiempo, con una sonrisa falsa y
una amabilidad forzada le preguntó qué buscaba, “…a mamá” respondió Sofía un
poco intimidada, “Está con Lidia, en el primer camión” y la niña retrocedió con
algo de susto aun por lo que había visto y por el propio Conde que por más que tratara
de ser amable siempre le daba miedo. Cuando la niña se fue Charlie movió la
cortina y echó un vistazo dentro para cerciorarse de que todo estaba en orden,
ahí estaba el pequeño Román Ibáñez, sentado y apoyado contra la espalda de
Mustafá, temblando, con el rostro bañado en sudor, los ojos horriblemente
blancos y con una espuma amarillenta brotando por la comisura de los labios,
los cuales los movía como si murmurara sin producir sonido alguno mientras el
autómata realizaba sus predicciones. Charlie Conde sonrió grotescamente y
volvió a cerrar la cortina, echó un vistazo al escenario, un murmullo
generalizado se esparcía por el público, Von Hagen sorprendía a todos una vez
más al hablar.
La pequeña Sofía encontró a su madre
pasando un trapo con energía sobre una gran superficie de vidrio que ella, como
todos, conocían muy bien, una limpieza que no era de gran ayuda porque tras el
cristal solo se podía ver una espesa bruma en constante y lento movimiento, una
buena cantidad de agua tan turbia como el agua de un charco sobre la tierra. La
pequeña Sofía se detuvo en la entrada, “¿Porqué no le cambian el agua a Lidia? Siempre
está tan sucia” Beatriz se alarmó un poco al oírla, no la sintió llegar, vestía
su pequeño y ajustado trajecito con el que actuaba, asemejaba una bailarina de
ballet, “no lo sé… siempre está así, supongo que para ella está bien” Sofía se
acercó al cristal, le caía bien Lidia pero le daba mucha pena, vivía en una prisión
de la que no podía salir. Pegó una mano al cristal, de esa manera siempre hacía
que la mujer dentro del acuario gigante se acercara, no tardó en aparecer una
silueta fantasmal y oscura de la que emergió una mano más oscura aun, que se
pegó al vidrio a la misma altura que la mano de la niña, la silueta se acerco
más aun y se pudo ver una mujer de largo cabello ondulante que observaba con
infinita dulzura a la niña, a ambos lados del cuello tenía aberturas por las
que respiraba como los peces, sus manos eran como las de un pato, con membranas
entre los dedos, lo mismo en sus pies. Sofía y Lidia se mostraban tanto cariño
con la mirada que molestó a Beatriz, quien ordenó a la niña que se alejara,
pero la niña no hacía nada malo por lo que la contorsionista tomó a su hija de
un brazo y la alejó de ahí de un tirón, lo que le valió una mirada de furia por
parte de Lidia. A la tensa escena le puso fin Charlie Conde quien venía a
buscar a Beatriz para que se presentara ante el público y para cerciorarse de
que estuviera todo listo con Lidia, por lejos, la principal atracción del circo.
León Faras.
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