sábado, 15 de septiembre de 2012

La Bibliotecaria. Un cuento Steampunk.

Parte 1.

El pesado tren atravesaba la pálida y descolorida ciudad de Ruguen rompiendo la neblina del atardecer con su único y poderoso foco delantero, no era como los otros elegantes y ornamentados trenes de pasajeros que mesclaban con habilidad la belleza de la madera barnizada con los relucientes metales bruñidos y la calidez del cuero, no, este más parecía una enorme y bulliciosa oruga de hierro que se arrastraba a gran velocidad dejando tras de si un espeso nubarrón de humo negro que llenaba de hollín los árboles que flanqueaban el camino. Se detuvo entre chillidos y resoplidos bajo uno de los enormes hangares de la fortaleza de Ruguen en la cima de la colina que dominaba toda la ciudad y cuya gran boca daba a los acantilados, donde un par de barcazas aerostáticas levitaban, suavemente mecidas por la brisa. Los trabajadores ya entregados al relajo a esa hora, se desperezaron para descargar los materiales que acababan de llegar, las conversaciones fuertes y las risas se multiplicaron rápidamente. Un hombre de mediana edad con una hoja en la mano, verificaba que los objetos que entraban a bodega concordaran con el pedido que se había hecho, a su lado se detuvo una muchacha con varios rollos de papel bajo el brazo y otro abierto en las manos, tenía un pañuelo atado en la cabeza, pesados anteojos de metal sujetos por un cintillo y un buzo idéntico al de los otros obreros pero con ridículas ataduras y dobleces para ajustarlo a su menuda figura. Heredera de una larga generación de mecánicos ferroviarios, Diana se había hecho un espacio en ese rudo mundo de calderas y engranajes a fuerza de trabajo e inteligencia, además de los conocimientos acumulados desde su niñez, trabajando sin pudores junto a los hombres de su familia. 

-¿Cómo se supone que haré volar este armatoste?- dijo con algo de preocupación la muchacha, sin despegar la vista del papel abierto en sus manos. 

-Tú solo básate a los planos- respondió el hombre con relajo –si vuela o no, es problema de la Bibliotecaria.

-Lo sé, pero esta cosa es como pretender ponerle alas a un…- Diana comenzó a mirar a su rededor en busca del ejemplo más apropiado- ¡…a una locomotora!- concluyó, con los ojos muy abiertos y las cejas levantadas. 

-En lo que a mi respecta, las alas son para los pájaros- replicó el hombre mientras hacía un tic en su hoja- pero no seré yo quien vaya a discutir con esa mujer. 

-Ni yo- replicó la muchacha enchuecando la boca en una especie de sonrisa- es solo que me gustaría que por una vez, ella viniera aquí para que me explicara un par de cosas… 

-Olvídalo, es demasiado valiosa como para que la saquen de ese agujero. -Sí, es solo que yo vine aquí por ella, Tobi, esperando aprender algo de todas las cosas maravillosas que ella conoce- contestó Diana con algo de frustración, al tiempo que se retiraba de vuelta a sus labores. 

-¡Tobías!, ¡mi nombre es Tobías!- protestó el hombre con un disgusto espontáneo, pero la muchacha ya no le podía oír. 

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La ciudad en su mayoría se adormecía, dando por terminada la jornada, excepto en el bello y antiguo palacio de piedra del Río, donde el abundante humo que brotaba de sus chimeneas, anunciaba que la actividad de su industria estaba aún muy activa. 

Leonor se acomodó en el asiento destinado para ella, una de sus hermosas y bien formadas piernas emergió de los abultados pliegues de su vestido rojo al cruzarla por encima de la otra. Su sonrisa era sutil, pero satisfecha, mientras observaba el cuerpo inerte de uno de sus oficiales atado con numerosas correas de cuero a la silla de madera debajo de la temible estructura que el Profesor Pigmalión llama orgullosamente, su “obra maestra”. Un prisionero está parado frente a Leonor, a pesar de su aspecto deplorable, su postura es orgullosa y su mirada, desafiante. La mujer le hace un gesto con la cabeza para indicarle que actúe, el cautivo se inclina levemente pero con profundo respeto, luego se dirige hasta un rincón alejado donde le espera un guardia armado con un lustroso y elegante rifle de repetición, que entona a la perfección con las piezas de metal que protegen las partes vulnerables de su cuerpo. 

-No falles- le ordenó el prisionero en tono severo al guardia tras él, quien levanta su arma y le apunta a quemarropa, directo a la nuca. 

-No, señor- respondió el soldado con respeto, justo antes de volarle la cabeza. 

La máquina del profesor Pigmalión, era un disco de metal de unos tres metros de diámetro, que había descendido deslizándose suavemente por una espiral cilíndrica, como un tornillo. Al ir girando, provocaba el movimiento de una serie de engranajes externos, de variados tamaños y grosores, los cuales a su vez, multiplicaban aquel movimiento, transmitiéndoselo a una enorme rueda dentada por ambos lados en su base, la cual lo transfería al mecanismo interior, que estaba encargado de hacer emerger por la parte baja del curioso aparato, cuatro tubos de un bronce brillante rematados en una esfera de grueso cristal cada uno, además de numerosos cables y mangueras que completaban el dispositivo. Una vez terminado el descenso, la máquina se detenía a escasa altura sobre el individuo atado a la silla y con las cuatro esferas en rededor, cada una de estas, en las cuales podría caber un hombre acuclillado, parecían llenas en su interior de un denso humo gris azulado, una extraña bruma en constante y pausado movimiento circular, ocupando todo el espacio, aprisionada, como si apenas cupiera dentro. 

El Profesor Pigmalión, notoriamente emocionado aún por la efectividad de su máquina en la primera fase de su función, comenzó a girar manivelas, las calderas trabajaban conteniendo pequeños infiernos en sus barrigas, las válvulas escupían con premura el exceso de presión en los conductos y contenedores, los manómetros con sus agujas histéricas ascendían anunciando el momento para que la energía por fin fuese liberada y la maquinaria se pusiese en marcha nuevamente con un suave murmullo de metales lubricados, tomando velocidad paulatinamente, haciendo girar en forma independiente del resto del aparato a los cuatro Entes capturados en las esferas de cristal, alrededor del cuerpo exánime del oficial. 

Reni y Yacco, llamados “los mellizos”, deben estar separados, pero nunca está uno sin que esté el otro, atrapa uno y los tendrás a los dos, abundantes en los ambientes donde la crueldad se ha expandido, habitantes de los residuos del sufrimiento, son capaces de extraer el alma de un cuerpo y perderla, dejando la carne con vida pero en flemático deceso, sin gobierno. Sizi, la conductora, la maga, siempre hibernando en el interior de la tierra, buscando la energía en el centro de esta, en la oscuridad más fría, densa y absoluta, tiene la capacidad de trasladar cualquier cosa inmaterial de un lugar a otro, incluso otros Entes. Por último, Rúia, la más escasa y difícil de encontrar, puede estar en cualquier parte, indiferente, independiente, exógena, inquieta, solo ella puede instaurar correctamente un alma dentro de un cuerpo, conectar todas sus fuentes restaurando la unión de la carne y el espíritu tal y como la conocemos. 

El oficial despertó de golpe, como si viniera saliendo de una pesadilla, pero su sueño había sido real, había ocupado el cuerpo de otro hombre durante unos minutos y había experimentado la muerte de ese cuerpo para regresar al propio. La rotación de los Entes a su alrededor fue amainando al tiempo que él volvía a la realidad, se observó las manos y su cuerpo atado, sonrió, su corazón estaba acelerado. La máquina se detuvo y varias manos le liberaron de las correas que le ataban a la silla. La prueba había sido un éxito y se reflejaba en el júbilo que mostraba el profesor y en la sonrisa satisfecha de Leonor, el paso siguiente era en serio. 

-Traigan a Marcus- ordenó Leonor –pero antes saquen ese cuerpo y limpien eso, no queremos que nuestro invitado se asuste innecesariamente- agregó, refiriéndose al cadáver con la cabeza destrozada. 


 León Faras.

2 comentarios:

  1. Je, leerlo de nuevo me trae buenos recuerdos, me vuelvo a ver sentada en la mesita de aquel bar, me gusta la sensación...me gusta todito el cuento. Saludos!!

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  2. Gracias Belce, por aquella lectura y por esta nueva... sabes que me da mucho gusto saber de ti.
    Un abrazo!!.

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