domingo, 9 de septiembre de 2012

La Prisionera y la Reina. Capítulo uno.

VIII.

El místico atravesó la ciénaga a toda velocidad y en línea recta con la criatura a cuestas, sin preocuparse por los escasos senderos disponibles de tierra sólida o por los cadáveres que sin cesar encontraba a su paso, solo corrió hasta dejar atrás cualquier perseguidor que pudiera tener y alcanzar los frondosos bosques, una vez adentrándose en ellos estaría totalmente a salvo. 

En el palacio, Rávaro se regocijaba en su victoria ante el cadáver de su hermano, su primera decepción por sus planes se había convertido ahora en un profundo orgullo de si mismo, ni siquiera la desaparición de la criatura lograba opacarle la felicidad que lo llenaba de pies a cabeza, ese gran obstáculo que le impedía sobresalir del profundo y sucio agujero que era su existencia por fin ya no estaba, y ahora tenía el camino despejado para alcanzar la posición que había esperado siempre. El trono estaba desocupado, y era él el próximo que se sentaría ahí. Algunos de los residentes ya lo aceptaban con el simple propósito de seguir llevando la vida fácil que llevaban o porque les parecía un mamarracho mucho más fácil de eliminar que el semi-demonio, pero para otros era realmente indigno del poder que pretendía, demasiado endeble y susceptible y según la voz de una mujer que había presenciado toda la escena con gran interés, estaba condenado a durar poco en el poder, su vida pendía, porque había tomado como amante a una mujer maldita. Rávaro buscó con la vista a esa mujer entre los residentes y reconoció en ella a su hermana, la expósita, la bastarda, la prostituta. Lorna era, por derecho y después de Rávaro, quien debía tomar el poder del semi-demonio, y tenía planes para lograrlo, pero Rávaro no estaba dispuesto a ceder aquello por lo que tanto había esperado y la hubiese mandado a matar en el acto de no ser porque eran demasiados los que no estaban de acuerdo con que él gobernara esas tierras, sin embargo, ordenó a sus guardias que la apresaran y la encerraran en la más fría, húmeda y solitaria de las celdas para ver quien de los dos moría primero. Lorna se dejó conducir caminando con arrogancia y orgullo, sin demostrar ninguna pizca de debilidad a su despreciable hermano, sobreviviría, el tiempo en esa celda era mucho menos de lo que aquel esperpento esperaba, pues ella ya había mandado a sus hombres a deshacerse de la mujer maldita, y aunque eran solo dos, contaban con el apoyo de varios guardias que odiaban a su amo. 

En ese mismo momento los dos hombres de Lorna llegaban al pequeño y tosco castillo de Rávaro, Serna los esperaba ahí para acompañarlos hasta la sala de torturas donde se encontraba la mujer maldita, este les había indicado una pequeña puerta por donde ingresarían y el lugar donde estaría aguardándolos. El guardia desde su posición vio cuando la puerta se abrió, pero dentro de lo oscuro del ambiente le pareció que solo un hombre había entrado por ella, tal vez no era quien él esperaba, se quedó en la penumbra hasta que la silueta llegó junto a él, era uno de los hombres de Lorna pero según lo acordado debían ser dos, el hombre excusó a su compañero con una poco convincente historia sobre un caballo nervioso y una pierna rota, Serna no parecía muy convencido, entonces el guardia notó que el puñal que cargaba el hombre tenía restos de sangre fresca, como si hubiese sido limpiado rápido y mal, por obra de la providencia, recordó algunas vagas descripciones sobre aquel que había prevenido a Rávaro a cerca de la maldición que pesaba sobre él, otro amante de la mujer maldita, el parentesco era evidente, Serna se llevó la mano a su espada con sospecha lo que el hombre interpretó como una señal de que había sido descubierto, se lanzó sobre el guardia golpeándolo contra la pared, luego lo tiró al piso y se tiró sobre él con la punta de su puñal apuntándole al pecho, el guardia lo contuvo con ambas manos para evitar que lo atravesara pero el hombre era más grande y también más fuerte, con todo su peso y la fuerza de sus brazos, lentamente comenzó a ganar milímetros, hasta que Serna ya no pudo luchar más. La mujer maldita estaría segura mientras siguiera ahí, y con ella, él también. 

Mientras tanto el místico por fin detenía su carrera dentro de los frondosos bosques, bajó con cuidado el bulto que cargaba y se sentó exhausto, aún no sabía qué haría con la criatura, podía devolverla a su lugar de origen, pero eso incluía atravesar la tierra de las bestias, rodearlas era descabellado. Lo segundo era conservarla con ayuda de la cofradía, en caso de que decidieran utilizarla de nuevo, pero aquello era tan arriesgado como lo anterior. Sintió un suave roce en su hombro, distraído en sus pensamientos y aturdido por el cansancio dirigió una imprudente mirada que se estrelló directamente con los ojos de la curiosa criatura, el místico comprendió de inmediato lo que aquello significaba, su rostro demostró un sereno desconsuelo, ninguno de sus mejores trucos podían ayudarlo ahora, si se separaba de la criatura moriría inexorablemente. El místico apoyó la cabeza en el árbol con forzosa resignación mientras la criatura se acurrucaba tiernamente a su lado. Aquella torpeza le costaría cara.

Fin del capítulo uno.


León Faras.

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