martes, 11 de marzo de 2014

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

II.

El día aclaró como todas las mañanas pero el sol no se vio, Cornelio salió de su oficina, metió una mano dentro de su abrigo y sacó unos bonitos anteojos de marcos brillantes de metal y cristales redondos color café oscuro que usaba siempre durante el día y vio satisfecho como habían dejado la tarima que usaban como escenario armada enfrente de uno de los acoplados de los camiones que a su vez funcionaba como camerino de las atracciones del circo, también la gruesa cortina de sucio grana que funcionaba como telón y los vistosos carteles con morbosos y llamativos anuncios, todo instalado durante la noche. Morris consultó su reloj de bolsillo y luego contempló por algunos segundos un añoso árbol de tronco atormentado totalmente desnudo de hojas y se preguntó si estaría muerto o solo invernando, luego miró hacia el horizonte y sonrió, era un buen día para trabajar. Uno de los hombres afinaba los últimos detalles para tener listas las jaulas, las cuales no eran en absoluto necesarias, pero lo que la gente pagaba, fácilmente se duplicaba solo por poner barrotes entre ellos y las atracciones, el público se impresionaba mucho más y eso era en el fondo lo que buscaban y por lo que pagaban, Horacio Von Hagen era un hombre cuyo cabello rojizo claro cubría todo su cuerpo incluyendo la totalidad de su rostro, como si de un raro simio escandinavo se tratara, con la sola excepción de las palmas de las manos y las plantas de los pies, usaba solo un pantalón de tela de color marrón oscuro en ese momento lo que alarmó a Cornelio “¡Ponte una camisa!, no quiero que la gente te vea así fuera de la jaula”, se trataba de un hombre tímido, nervioso y de poco carácter, por lo que se apresuró en cumplir la orden como si temiera recibir un castigo, luego continuó con su trabajo, poniendo el letrero de su propia jaula. Antes de irse, Morris preguntó por el recién llegado, la voz de Horacio sonaba trémula, “Al parecer Román se está encargando de él ahora.” Román Ibáñez Salamanca era el pomposo y desproporcionado nombre para un hombre que no llegaba al metro de altura, un enano pernicioso y malhumorado, encargado de Mustafá, el inquietante autómata arábigo tras la jaula de cristal que por una moneda despertaba para responder cualquier pregunta que se le formulara.

La pequeña Sofía se encontraba de pie frente a una jaula en cuyo interior un hombre sin camisa devoraba con apetito un periódico como si se tratara de carne seca, la niña estaba perfectamente habituada a ver cosas extrañas en el circo y lo hacía como cualquier niño, con naturalidad y sin prejuicios pero se había detenido porque no conocía a aquel hombre, nunca lo había visto, pero sobre todo por ese inhabitual apetito para comer desperdicios que el hombre exhibía, en su espacio había varios y parecía acabar con ellos rápidamente, Braulio echó un vistazo a la niña y se quedó prendado de la compasión con que era observado, hasta ese momento no estaba consciente de que despertara ese tipo de sentimiento en la gente, por un minuto notó lo que estaba haciendo, se dio cuenta de que llevaba largo rato comiendo basura y que su boca estaba llena de ella, se metió los dedos dentro de la boca y extrajo una bola baboseada y triturada de papel de periódico que miró incrédulo, sintió asco de sí mismo y volvió la vista a la niña pero ya no estaba ahí, en su lugar había aparecido Cornelio Morris que se pegó a los barrotes con una sonrisa forzada y con pocas palabras convenció al pobre Braulio de que volviera a meterse la bola de papel en la boca y continuara comiendo, en eso había llegado el pequeño Román cargando trabajosamente una bolsa con más desperdicios que había estado recolectando, “¿Dónde estabas?” le preguntó su jefe, mientras tomaba a la pequeña Sofía por los hombros y se la llevaba de ahí “Buscando comida para tu nueva atracción… no ha dejado de comer desde que lo trajeron” Román hablaba con una mueca extraña en la boca, como si sintiera desprecio por todo el mundo, Morris dejó a la niña esperando unos metros alejada y regresó “Déjalo ya y encárgate de lo tuyo, se supone que la gente llegará pronto y deberá pagar por alimentarlo…” Luego anunció que como siempre se haría cargo de la boletería mientras se retiraba llevando tomada cariñosamente de la mano a la pequeña Sofía y le contaba una aparatosa historia que inventaba en el momento, “…Ese hombre es un “Cometodo” debes tener cuidado porque puede comer cualquier cosa, viene de un lejano país donde todos son así…”; “¿hasta los niños?” preguntó la pequeña convencida  “Sí, aseguró Cornelio, incluso los niños…”


“El asombroso caso del hombre-simio domesticado” rezaba el cartel que Von Hagen acababa de instalar sobre la jaula que él mismo debía ocupar, lo miraba y lo veía ya como algo rutinario, ese era el nombre con el que se presentaba al público, ya casi no le provocaba esa sensación desagradable de un principio, esa vergüenza, hasta sentía cierto placer por el asombro de la gente cuando él terminaba su acto hablando, muchos se quedaban con la boca abierta porque esperaban más al simio que al hombre. Ya todo estaba listo para recibir al público y él debía prepararse, pero en ese momento fue cuando vio algo que brilló en el suelo, un fragmento de algo metálico y redondo semi-cubierto por el abundante polvo, Horacio reconoció lo que era y se puso nervioso de inmediato, la adrenalina le hizo temblar las manos y su respiración se aceleró, miró en todas direcciones acusando su estado y sin saber qué hacer, quiso meterse a su jaula pero no podía dejar aquello ahí, era una moneda, dinero, estaba ahí de antes que ellos llegaran y nadie en el circo podía tener dinero a excepción de Cornelio Morris, si le sorprendía una moneda lo castigaría, si la dejaba ahí alguien más la podía usar, era una encrucijada terrible para una personalidad débil como la de Von Hagen, pero por otro lado, se trataba de una oportunidad de oro para sus ilusorias intenciones con Lidia, la indiscutida atracción más importante del circo, la que siempre estaba oculta y que solo era anunciada como “La criatura más asombrosa que sus ojos verán nunca”.


León Faras.  

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