II.
El día aclaró como todas las mañanas
pero el sol no se vio, Cornelio salió de su oficina, metió una mano dentro de
su abrigo y sacó unos bonitos anteojos de marcos brillantes de metal y
cristales redondos color café oscuro que usaba siempre durante el día y vio
satisfecho como habían dejado la tarima que usaban como escenario armada
enfrente de uno de los acoplados de los camiones que a su vez funcionaba como
camerino de las atracciones del circo, también la gruesa cortina de sucio grana
que funcionaba como telón y los vistosos carteles con morbosos y llamativos
anuncios, todo instalado durante la noche. Morris consultó su reloj de bolsillo
y luego contempló por algunos segundos un añoso árbol de tronco atormentado totalmente
desnudo de hojas y se preguntó si estaría muerto o solo invernando, luego miró
hacia el horizonte y sonrió, era un buen día para trabajar. Uno de los hombres
afinaba los últimos detalles para tener listas las jaulas, las cuales no eran
en absoluto necesarias, pero lo que la gente pagaba, fácilmente se duplicaba
solo por poner barrotes entre ellos y las atracciones, el público se
impresionaba mucho más y eso era en el fondo lo que buscaban y por lo que
pagaban, Horacio Von Hagen era un hombre cuyo cabello rojizo claro cubría todo
su cuerpo incluyendo la totalidad de su rostro, como si de un raro simio
escandinavo se tratara, con la sola excepción de las palmas de las manos y las
plantas de los pies, usaba solo un pantalón de tela de color marrón oscuro en
ese momento lo que alarmó a Cornelio “¡Ponte una camisa!, no quiero que la
gente te vea así fuera de la jaula”, se trataba de un hombre tímido, nervioso y
de poco carácter, por lo que se apresuró en cumplir la orden como si temiera
recibir un castigo, luego continuó con su trabajo, poniendo el letrero de su
propia jaula. Antes de irse, Morris preguntó por el recién llegado, la voz de Horacio
sonaba trémula, “Al parecer Román se está encargando de él ahora.” Román Ibáñez
Salamanca era el pomposo y desproporcionado nombre para un hombre que no llegaba
al metro de altura, un enano pernicioso y malhumorado, encargado de Mustafá, el
inquietante autómata arábigo tras la jaula de cristal que por una moneda despertaba
para responder cualquier pregunta que se le formulara.
La pequeña Sofía se encontraba de
pie frente a una jaula en cuyo interior un hombre sin camisa devoraba con
apetito un periódico como si se tratara de carne seca, la niña estaba
perfectamente habituada a ver cosas extrañas en el circo y lo hacía como
cualquier niño, con naturalidad y sin prejuicios pero se había detenido porque no
conocía a aquel hombre, nunca lo había visto, pero sobre todo por ese
inhabitual apetito para comer desperdicios que el hombre exhibía, en su espacio
había varios y parecía acabar con ellos rápidamente, Braulio echó un vistazo a la
niña y se quedó prendado de la compasión con que era
observado, hasta ese momento no estaba consciente de que despertara ese tipo de
sentimiento en la gente, por un minuto notó lo que estaba haciendo, se dio
cuenta de que llevaba largo rato comiendo basura y que su boca estaba llena de
ella, se metió los dedos dentro de la boca y extrajo una bola baboseada y
triturada de papel de periódico que miró incrédulo, sintió asco de sí mismo y
volvió la vista a la niña pero ya no estaba ahí, en su lugar había aparecido
Cornelio Morris que se pegó a los barrotes con una sonrisa forzada y con pocas
palabras convenció al pobre Braulio de que volviera a meterse la bola de papel
en la boca y continuara comiendo, en eso había llegado el pequeño Román cargando
trabajosamente una bolsa con más desperdicios que había estado recolectando, “¿Dónde
estabas?” le preguntó su jefe, mientras tomaba a la pequeña Sofía por los
hombros y se la llevaba de ahí “Buscando comida para tu nueva atracción… no ha
dejado de comer desde que lo trajeron” Román hablaba con una mueca extraña en
la boca, como si sintiera desprecio por todo el mundo, Morris dejó a la niña
esperando unos metros alejada y regresó “Déjalo ya y encárgate de lo tuyo, se
supone que la gente llegará pronto y deberá pagar por alimentarlo…” Luego
anunció que como siempre se haría cargo de la boletería mientras se retiraba
llevando tomada cariñosamente de la mano a la pequeña Sofía y le contaba una aparatosa
historia que inventaba en el momento, “…Ese hombre es un “Cometodo” debes tener
cuidado porque puede comer cualquier cosa, viene de un lejano país donde todos
son así…”; “¿hasta los niños?” preguntó la pequeña convencida “Sí, aseguró Cornelio, incluso los niños…”
“El asombroso caso del hombre-simio
domesticado” rezaba el cartel que Von Hagen acababa de instalar sobre la jaula
que él mismo debía ocupar, lo miraba y lo veía ya como algo rutinario, ese era
el nombre con el que se presentaba al público, ya casi no le provocaba esa
sensación desagradable de un principio, esa vergüenza, hasta sentía cierto
placer por el asombro de la gente cuando él terminaba su acto hablando, muchos
se quedaban con la boca abierta porque esperaban más al simio que al hombre. Ya
todo estaba listo para recibir al público y él debía prepararse, pero en ese
momento fue cuando vio algo que brilló en el suelo, un fragmento de algo metálico
y redondo semi-cubierto por el abundante polvo, Horacio reconoció lo que era
y se puso nervioso de inmediato, la adrenalina le hizo temblar las manos y su
respiración se aceleró, miró en todas direcciones acusando su estado y sin
saber qué hacer, quiso meterse a su jaula pero no podía dejar aquello ahí, era
una moneda, dinero, estaba ahí de antes que ellos llegaran y nadie en el circo
podía tener dinero a excepción de Cornelio Morris, si le sorprendía una moneda
lo castigaría, si la dejaba ahí alguien más la podía usar, era una encrucijada
terrible para una personalidad débil como la de Von Hagen, pero por otro lado,
se trataba de una oportunidad de oro para sus ilusorias intenciones con Lidia,
la indiscutida atracción más importante del circo, la que siempre estaba oculta
y que solo era anunciada como “La criatura más asombrosa que sus ojos verán
nunca”.
León Faras.
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