viernes, 7 de marzo de 2014

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

XI.

En un claro del bosque de Rimos y rodeado de la multitud de árboles secos que sin explicación se acumulan cerca del santuario de Mermes, los criados prepararon la comida para el ahora, ejército de los inmortales, cerdo, cordero y vino, pero este último cuidadosamente racionado, pues las consecuencias de la dosis de alcohol pasaban rápidamente del valor a la estupidez y alguien como el rey Nivardo no permitiría eso, aunque también sabía que no había hombre que no fuera a la batalla ligeramente embriagado. Los hombres comieron con apetito pero sin la batahola y el buen humor que acostumbraban, la ceguera de su comandante los había calado profundamente y lo observaban desde lejos, compadeciendo su dolor y frustración pero sobre todo su deshonra, Ovardo se sentía en ese momento destruido para el resto de su vida, humillado y despojado de todo lo que era. Desde donde estaban, Emmer y Sinaro lo observaban con profunda seriedad y respeto, ninguno se acercaría pues sería como remarcar la dolorosa caída de su amigo y comandante. Un poco más allá, el gigante Abaragar observaba a su príncipe con indignación mientras masticaba un enorme trozo de carne, había conocido hombres en situaciones mucho peores que habían luchado feroces hasta triunfar o morir, sin haberse rendido jamás de esta manera. A su lado, su pequeña hermana Nazli, la única mujer del grupo, comía en silencio con la vista en el fuego, nunca se metía en los asuntos de los demás, pues había sudado sangre defendiendo que nadie tenía derecho de meterse en sus asuntos, junto a ella, Gabos, el soldado Rimoriano de más edad, había dejado de lado la comida y la bebida, le dolía sinceramente ver al príncipe Ovardo así, todos sabían que no podría hacer nada de lo que estaba destinado, que no volvería a luchar en una batalla ni a gobernar su reino, además no había consuelo disponible para un hombre que a los ojos de todo el mundo estaba realmente muerto en vida, y de esa manera se le trataba, como a un muerto cuya pérdida se llora en silencio y sin lágrimas, lo irónico, era que se trataba de un hombre ahora inmortal.

Cuando el rey Nivardo consideró que ya había llegado el momento, formó a sus hombres y los preparó para marchar ignorando por completo la lamentable figura de su hijo, solo le pidió a Serna que junto con los criados le ayudaran a volver de vuelta a Rimos, “Ni siquiera eso podrá hacer solo” dijo mientras se subía a su caballo, luego le hizo una seña a un hombre junto a él para que anunciara con su cuerno que la marcha se iniciaba, y el ejército de quinientos inmortales se alejó en silencio. Ovardo escuchó el sonido de los cascos de los caballos hasta que desaparecieron, apretando puños y dientes soportó hasta donde su dignidad pudo y luego lo desató todo en un grito desgarrador que inquietó a algunos de los caballos que marchaban tanto como a sus jinetes a pesar de la distancia que ya habían recorrido, luego de eternos segundos el grito se extinguió cuando se vaciaron por completo los pulmones de los que luego brotó llanto, tanto o más doloroso que el alarido que lo precedió, doblegando físicamente a un hombre adulto y fuerte hasta caer al suelo, acurrucado como un niño pequeño, incapaz de controlarse. Para los criados aquella era una escena que no podían creer, esa criatura patética no podía ser Ovardo Hidaza príncipe de Rimos, incluso Serna se compadecía viendo con piedad la derrota tan estrepitosa de un hombre joven y poderoso. Movilizó a los criados para que organizaran todo en silencio y luego montado en su caballo eligió a uno de ellos al azar para que se quedara y acompañara al príncipe de vuelta a casa cuando estuviera en condiciones. El criado era solo un muchacho y se llamaba Cal Desci.


Cízarin no era una ciudad preparada para resistir un ataque, no tenía muros, ni atalayas, ni fortificaciones de ningún tipo, pero tenía kilómetros de campo, un otero solitario y casi vertical y una ciudad intrincada de edificios bajos, sólidos y calles angostas, era una ciudad difícil de defender lo que generó la duda del general Rodas, pero Zaida pensaba diferente “No vamos a defender la ciudad general, la ciudad nos defenderá a nosotros…” iban a usarla para ocultarse, para preparar emboscadas, para confundir al enemigo, agotarlo y acabar con él en forma paulatina y organizada “…no le daremos la cara al enemigo, no queremos medir fuerzas con él, sino eliminarlo. Usaremos grupos pequeños, que se releven constantemente y que ataquen de distintos francos, los debilitaremos, los dividiremos y los acabaremos general” Rodas no era un hombre acostumbrado a este tipo de enfrentamientos más digno de grupos populares e irregulares, lo suyo era comandar a su ejército a la batalla y enfrentarse de igual a igual con el enemigo, pero este no era el caso, pues el enemigo pretendía tomar ventaja atacando de improviso y eso no era justo ni honorable, por lo que la estrategia que Zaida le proponía se le hacía sumamente interesante “…el rumor del ataque ya debe estar más que diseminado por la población, ¿Ha sido abundante la deserción?”, Rodas respondió con gravedad, “Según los informes que he recibido, solo algunas pocas familias han salido de la ciudad, el grueso está aquí aun” Zaida meneó la cabeza asintiendo “Quiero que los que decidan irse, que lo hagan ya, no quiero que luego nos arruinen la sorpresa. Los que se queden, que sepan que deberán pelear, defender sus casas o cuidar de los heridos” El general Rodas hizo una pequeña reverencia con su cabeza “Cómo usted ordene mi señora” y se retiró.



León Faras. 

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