martes, 19 de julio de 2011

Crononauta.

Crononauta.

Desde que debí, por problemas de salud, jubilarme anticipadamente de mi trabajo, me encontré de pronto con la presencia de un tiempo libre que no estaba dentro de mis planes, además de una salud relativamente estable, dentro de ciertos márgenes que debía mantener en mi vida. El problema era que no tenía idea de en qué invertirlo, todo lo que se me ocurría estaba vetado por alguna restricción médica que me impedía o un esfuerzo físico exagerado o demasiada exposición a la contaminación o el inevitable stress. Justo antes de enloquecer como producto del exceso de ocio al que no estaba para nada acostumbrado, ya que no era bueno con los puzzles y la televisión sólo daba para un par de horas al día, dí con una actividad perfecta y adecuada para pasar mis días en algo interesante sin empeorar mi salud ni preocupar a mi familia. Lo conversé con ellos, mejor dicho con ellas, ya que sin contar a nuestro hijo mayor, nuestra familia consiste en mi esposa y mi hija de diez y siete años. A ellas les encantó la idea, quizá en parte y no es de extrañar, porque sencillamente un hombre ocioso todo el día en casa estorba, en el sentido más amable de la palabra, así que me animaron a que lo hiciera en la medida en que yo me sintiera bien.

A un par de kilómetros de donde vivíamos se encontraban las estructuras abandonadas de las antiguas salitreras, las cuales descubrí un día en el que salí a caminar aprovechando el cielo limpio y el aire puro que aquí son constantes, las descubrí en el sentido de que sabía que existían, todo los habitantes de la zona las conocen, pero ese día decidí adentrarme en ellas, recorrerlas sin restricciones y con la curiosidad del niño que nunca me ha abandonado. Esta actividad la desarrollé muchas veces durante bastante tiempo, pero quiero centrarme en un día en especial, ese que precisamente motivó este escrito.

Me levanté temprano como siempre, trasnochar tampoco era bueno para mi salud, desayuné con normalidad y luego de realizar algunas labores hogareñas autoimpuestas como sacar la basura, regar el patio y barrer las hojas del olivo que tenemos en la entrada, me despedí y salí a realizar esas interminables caminatas por los edificios abandonados que constituían las, antaño oficinas salitreras. Como siempre pasaba donde Francisco a compras el diario, el cual leía en algún lapso en que desistía de mis exploraciones o cuando me sentaba por ahí a servirme el bocadillo que siempre llevaba conmigo. El tiempo que duraban mis caminatas era relativo pero nunca llegaba antes de las tres de la tarde y casi siempre después de las cinco, esto debido a que la magia de aquellos lugares me absorbía durante horas, imagínense, debido al aislamiento en que se encontraban estos yacimientos estas oficinas se creaban de manera que eran prácticamente autosuficientes, una ciudad completa totalmente abandonada, y no exagero, aparte de las estructuras donde se explotaba y procesaba el mineral, se podía encontrar una plaza, aunque totalmente desprovista de la vegetación que alguna vez tuvo, pero con sus bancas y faroles casi intactos, una escuela, una iglesia, un teatro, una población completa, con sus casas alineadas y postes de alumbrado, casonas lujosísimas donde con seguridad habitaban los más importantes y poderosos habitantes. Y me asombraba saber que todo aquello había nacido de una ironía de la naturaleza: abono para la agricultura en el lugar más árido del mundo.

Aquel día recuerdo que entré a un par de casas, la población donde habitaban los trabajadores era lo más próximo a donde vivía, no tenían ni las puertas ni las ventanas, sólo los espacios donde debían ir, como único mobiliario había una deteriorada silla en un rincón que a esa hora recibía la luz solar que entraba por un zinc del techo que estaba removido de su posición, me absorbía en imaginaciones que sin esfuerzo casi emanaban de las rayadas paredes que me rodeaban, no sé si por capricho o por alguna energía extraña, podía posicionar los lugares donde estaban el dormitorio o la cocina, reviviendo las actividades cotidianas que allí alguna vez se realizaron, imaginando conversaciones, renovando el entorno sin proponérmelo. Luego me dirigí a la escuela, mi lugar favorito, porque el alboroto tradicional de estos establecimientos contrastaba marcadamente con aquella desolación donde solo se encontraban paredes formando habitaciones, estuve un montón de minutos frente a un consumido diario mural tratando de descifrar, sin éxito, lo que un par de vetustos papeles alguna vez expresaron, seguramente su último mensaje anunciando el fin de las clases, todo era un estimulo para que la mente trabajara reconstruyendo las situaciones y escenas que cada cicatriz en las murallas sugerían, convirtiendo cada porquería que encontraba tirada, en un hallazgo. Recuerdo que ese día por primera vez desde que visitaba las salitreras entré a la iglesia, siempre pasaba por fuera o me iba directamente a la zona donde se trabajaba el mineral. La iglesia era un edificio de mediano tamaño construido de madera, un material caro en estos lugares, de las dos puertas que formaban la entrada solo quedaba una y en lamentable estado, una gran cantidad de huellas en su mayoría de animales, estaban dibujadas sobre la película de polvo que vegetaba sobre las tablas del piso, las paredes pobremente iluminadas a esa hora del día, lucían violentadas con numerosas cicatrices de cuchillos y aerosoles que reflejaban mensajes tanto de amor como de odio, el único reflejo claro de su pasado espiritual era la silueta de una cruz que debió estar mucho tiempo adherida a la pared antes de ser removida, quien sabe si por manos santas o sacrílegas. Luego de mucho rato absorbido en la vida invernada de esos parajes, el frío del atardecer me hizo consultar el reloj, eran casi las seis de la tarde y aún me quedaba una buena caminata de regreso.

Bueno, si has leído hasta aquí, te toca saber que lo que me obligó a escribir esta crónica aún estaba por venir. No hubo nada inusual en mi regreso, salvo una persistente e inquisidora mirada de una conocida vecina que topé cuando ya entraba a la población en la que vivo y la que corté rápidamente con una sonrisa y un escueto saludo al pasar. Llegando a mi casa, saqué las llaves de mi bolsillo, pero al probarlas en la puerta me fue imposible abrirla, toqué el timbre, mientras extrañado revisaba mis llaves una y otra vez asegurándome que eran las correctas, Victoria, mi hija, abrió la puerta quedándose parada allí sin pestañar y con la boca abierta. Tenía un bebé en los brazos. Yo entré y de forma casual le comenté que no había podido abrir la puerta con mis llaves, pero ella seguía como estatua, sin quitarme los ojos de encima, “papá…pero…¿Dónde estabas?”, balbuceó, yo le expliqué sonriendo que había estado en las salitreras como siempre, pero que se me había pasado la hora volando y que por eso me había retrasado un poco más de lo habitual, pero ella parecía no entenderme una palabra de lo que le decía, “¿atrasado?, pero papá, como…¿en las salitreras?”, yo tiré el periódico que traía sobre la mesa y con absoluta normalidad le pregunté de quien era la guagua que tenía en los brazos, en ese momento mi mujer entró al living donde estábamos, preguntando quien había tocado el timbre, yo le iba a explicar lo de mis llaves, pero ella al verme soltó de las manos el florero lleno de agua y claveles que traía, provocando un estruendo que no me dejó hablar, “Rodolfo (ese era mi nombre), por Dios, ¿Dónde estabas?, ¿estás bien?” me dijo con un tono de angustia mientras se me abalanzaba encima abrazándome del cuello. Gratamente sorprendido por tanta efusividad, le dije que sólo me había retrasado un par de horas, pero ella me miró con el rostro compungido y los ojos húmedos “¿un par de horas?...mi amor, hace tres años que no sabíamos nada de ti”, mi sonrisa se desvaneció, “¿qué?”, miré a mi hija pero ella solo parecía esperar las mismas respuestas que su madre, “¿de qué estás hablando?, pero si salí esta mañana…me despedí de ti, ¿no te acuerdas?”, Alejandra, mi esposa, parecía tener el doble de la confusión que yo en ese momento, “Rodolfo, pero…¿Cómo me dices eso?, ni te imaginas por lo que hemos pasado desde que desapareciste…”, yo estaba francamente asombrado de que contradijera mis argumentos, que, yo sabía eran correctos, “pero si salí esta mañana, pregúntale al Pancho, a él le compré el diario antes de irme”, mi mujer para todas mis razones tenía una réplica, “el Pancho fue uno de los que más nos ayudó en tu búsqueda, incluso me acompañó a la morgue, ¿sabes cuantas veces tuve que ir a la morgue a reconocer cadáveres, con la angustia de que eras tú en estos tres años?...nueve veces…nueve”, “dimos vuelta las salitreras buscándote, continuó, recorrimos hospitales, cárceles, llamé a todo el mundo preguntando por ti. Simplemente te habías evaporado”, mi hija, que hasta ese momento solo escuchaba, se acercó al periódico que yo traía y luego de echarle un vistazo a la portada, se lo alargo a su madre, “mira la fecha”, mi mujer en voz baja la leyó, “1º de octubre del 2008…el día que desapareciste”, “es de esta mañana” afirmé triunfante, pero la Alejandra me miro como si estuviera tratando de engañarla en algo que a todas luces era falso “estamos en el 2011”, yo sonreía incrédulo, “¿qué dices?”, Victoria tomó un calendario colgado en la puerta que daba a la cocina y me lo entregó, se veía gastado, le faltaban las primeras hojas, y…era del 2011. A estas alturas yo ya estaba en blanco, mis irrefutables pruebas se desmoronaban sin que pudiera hacer nada, “esto es una locura, declaré mirando a mi mujer, y luego a mi hija, entonces ese bebé es…”, “es tu nieta, tiene ocho meses” me respondió mi esposa.

Con el correr de las horas más y más situaciones le daban la razón a mi mujer y a mi hija: la televisión, los vecinos, mi hijo a quien llamamos por teléfono, pero ninguna de ellas me quitaba la certeza de que no habían pasado más de doce horas desde la última vez que había salido de mi casa.

No puedo explicar lo que sucedió, talvez el tiempo se volvió inestable en aquellas estructuras abandonadas, talvez me congelaron en el tiempo de tanto escudriñar en su pasado, solo sé que de alguna manera mi existencia se volvió tan aletargada, que viví tres años en doce horas. Lo juro.

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