martes, 19 de julio de 2011

Simbiosis. La florista y el ángel.

Simbiosis.

La florista y el ángel.

I.

Bostejo, la antaño ciudad próspera, hoy solo está sostenida en el concreto de sus edificios, toda su textura es gris mezclado con colores blanqueados de tiempo, el fino polvo es el único habitante que prospera, el polvo y ese olor que parece emanar desde los mismísimos poros de la ciudad, repelente para visitantes que al mismo tiempo embruja y retiene a sus moradores, como una hermosa mujer que desde mucho no se asea ni se cambia el vestido. Los edificios que flanquean las calles denotan un fino gusto en su arquitectura, además de un pasado memorable, de no más de cuatro pisos de altura, con sus vértices redondeados, pilares labrados y balcones ornamentados. Los postes de alumbrado más céntricos asemejan largos tallos que de sus cimas nacen apéndices en espiral, de los que cuelgan vistosos faroles y sus escaleras, tantas que Bostejo era conocida como la ciudad de las escaleras. Hoy solo acusa abandono en todas partes donde se mire, ventanas descuadradas por el uso, faroles mutilados por el tiempo, carteles incompletos, maleza en las hendiduras del pavimento, líquidos desechados que corren libres hasta donde la gravedad los lleve.

Uno de los numerosos habitantes de esta deslucida ciudad es una muchacha llamada Estela, pálida, delgada y de cabello negro, liso y apagado, transita con pasitos cortos y apurados, más por la pendiente de la callejuela que porque tenga alguna prisa, lleva un vestido hasta más abajo de las rodillas, un grueso y raído abrigo, una bufanda tejida a mano y un gorro, hace frío, el invierno a llegado con heladas y ventiscas pero casi sin lluvias, las únicas que por lo menos una vez al año parecen interesarse en eliminar el polvo de las fachadas. Estela es hija del “cojo” Emilio, un completo inútil, un tipo que se pasa la vida persiguiendo a aquellos que le deben unos pocos pesos y escondiéndose de los que le quieren cobrar, un imbécil que genera temor en los más débiles que él, entre estos su hija, a través de inesperados e innecesarios ataques de ira, un cobarde que no pierde oportunidad de vanagloriarse de su cicatriz en la pierna, fruto de una estúpida riña que por lo demás perdió, o eso es lo que se dice. Y que decir de la madre de la muchacha, una mujer que no tiene ni nunca ha tenido las cualidades propias de una madre. Estela por lo tanto debe sobrevivir por su cuenta, y además de eso, debe arreglárselas para aportar en su casa, sin embargo es una chica que desde el fondo de su corazón ama la vida como nadie, que se maravilla con asombrosa facilidad, que aprende con rapidez y que diferencia innatamente lo bueno de lo malo.

Ulises se despierta tirado en su catre completamente vestido, salvo los zapatos, cubierto con una manta. A su lado una caja de madera que hace las veces de comedor, de velador incluso de cómoda, luce encima una taza que aún contiene algo del vino tinto que el viejo bebió la noche anterior, una vela totalmente consumida, a pesar que se había propuesto apagarla antes de dormirse para que durara un par de noches más y una figura de madera inacabada que representa una joven mujer con su canasto de flores colgado de uno de sus brazos y a los pies de esta una filosísima cuchilla para tallar de hoja corta, junto a un par de pequeñas gubias. El viejo apoya uno de sus pies en el suelo, pero de inmediato lo despega, al sentir la clavada de las innumerables virutas que están esparcidas por el reducido piso disponible, él mismo agrega un par más que estaban dentro de sus zapatos antes de ponérselos. Luego de reunirlas las arroja a la chimenea y se dirige al lavatorio que llena de agua con un jarro para lavarse. Ulises trabajó gran parte de su vida en el puerto no lejos de Bostejo, hasta que el trabajo pesado se le hizo demasiado pesado, ahora se dedica a realizar figuras de madera que luego vende por poco dinero, es un trabajo que aprendió solo y que realiza bastante bien, se podría decir que sus creaciones son pequeñas obras de arte, invaloradas en una ciudad más pendiente de atender las necesidades básicas, aunque por lo menos al viejo le alcanza para sobrevivir. Tiene una hija, una mujer hecha y derecha que se casó y se mudó lejos de ahí, huyendo más de esa ciudad que de él, también tiene un hijo con otra mujer, pero tanto él como su madre jamás le han pedido nada, sabe que lo engendró, pero ese no es motivo suficiente para sentirse padre. Sale de la habitación que arrienda abrigado, con un morral de cuero cruzado donde lleva sus herramientas y un par de figuras terminadas, bajo el brazo va la florista que espera pacientemente a que sus facciones sean acabadas.

El sol esparce rayos de luz a través de los pocos espacios que le ceden las imponentes y espesas nubes que gobiernan esa mañana, cúmulos que parecen pintados en el cielo y que Estela contempla admirada. Normalmente se dirige al mercado donde por lo general encuentra algún trabajillo que realizar, pero hoy el mercado no abre, además el día anterior tampoco fue, porque su madre caprichosamente y amparada en inverosímiles excusas no se lo permitió. Luego de un par de horas de deambular sin rumbo, la chica se sienta en una banca con algo de frustración, mira despierta en todas direcciones, con la esperanza de que sus ojos encuentren alguna respuesta, necesita conseguir algo, pero sus ojillos se posan en un pequeño ángel de madera de pie frente a un abuelo que, sentado en el piso, afanoso desprende virutas de madera de una figura que sin cesar se reacomoda entre sus toscas y hábiles manos.


León Faras.

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