lunes, 25 de julio de 2011

Secuestro.

Secuestro.


La niña ya no está, el giro del mundo en un segundo se la tragó,
peatones de fría inocencia y andar diligente la ocultaron.
La dócil brisa de otoño, borró el rastro de su perfume infantil,
cuando la poderosa normalidad le devolvía los colores al surto atardecer.

Su cuarto está vacio; el orden reina como tirano despiadado,
la cama intacta y sus indolentes habitantes de felpa, golpean el alma
cada vez que evocan la vida artificial de la que eran dotados.
Llueven puñales candentes en el interior de la exanime habitación.

El oso color rosa, atesora en su relleno las lágrimas de una madre
en un vano intento por contener el ineluctable desconsuelo.
Violenta tormenta que cae en un susurro, desbordando sal y amargura,
compañía forzada de dos condenados que anhelan la misma redención.

Cómo iba a saber que su hermoso colegio era pagado con dinero malvenido
cómo iba a entender que su padre acumulaba enemigos entre justos y pecadores
cómo iba a imaginar que su entorno era construido destruyendo vidas
cómo iba a sospechar que su existencia era instrumento de venganza.

Una llamada enciende la esperanza, la vida de la niña pende de un hilo.
El pacto es sellado, la suerte está echada. Un auto lujoso se pone en marcha.
La calle se encoge cuando el tiempo vuela, haciendo la culpa más agobiante.
El padre conduce, mientras su universo trastabilla entre llantos ajenos...

Los noticiarios no hablan de otra cosa, un auto cargado de droga y aflicción
acabó incrustado huyendo de la ley. El dinero se esparce entre hojas secas.
Del maletero del vehiculo que recibió el golpe, nace la recompensa,
la niña está viva, pero a su padre, nunca más lo volverá a ver.

Sangre y justicia se mezclan en un extraño cóctel del destino.


León Faras.

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