viernes, 5 de agosto de 2011

Lágrimas de Rimos. Primera Parte.

          Rimos y Cízarin.

I.        


          La carreta se desplaza más lenta que de costumbre, el peso de la carga es poco menos que el habitual, pues, es el último viaje del día y es cuesta arriba.  El único animal encargado de tirar, se mueve abnegado y sin azote. La rutina domestica más eficientemente que cualquier otro método, incluso a los más sediciosos, convirtiéndolos en un engranaje, que gira en el mismo lugar y sentido. La pendiente desaparece paulatinamente. En el suelo comienzan a aparecer  adoquines, tímidamente primero y luego se regularizan, formando un camino civilizadamente transitable, como si el encargado de ponerlos se hubiera ido desmotivando gradualmente a medida que se alejaba de la ciudad, hasta finalmente abandonar la tarea. Como sea, es señal de que falta poco, nos acercamos a Rimos.

            El bucólico vehículo de dos ruedas, en su parte frontal tiene un cómodo asiento confeccionado a base de una gran cantidad de trozos de piel, pensado para alguien que pasa mucho tiempo sobre él, encima de este, un alerón a base de tejas de greda que se extiende casi hasta el final, eficiente protector contra el sol y la lluvia, tanto para conductor como carga, los costados  son irregulares cortinas de cuero que se recogen cuando es necesario, atándose a una firme, aunque burda celosía. La parte posterior, abierta por completo, alberga una especie de nido de barro de tamaño regular, como si perteneciera a una enorme ave, destinado a encender fuego, a veces para cocinar, a veces solo para pasar el frío.

El ancho sombrero fabricado con fibras vegetales del conductor, así como la holgada ropa que usa, delatan su condición humilde, usa una gruesa manta enrollada al cuello que le cubre los hombros, parte de los brazos y de la espalda para protegerse del viento y el frío. Mientras avanza gira la vista a la derecha, al Este, a lo lejos puede divisar el otero de donde partió rodeado de las vastas y fértiles llanuras de Cízarin, más allá las, a esta hora, opacas aguas del enorme río Jazza que reparte vida generosa e indistintamente a su paso. Mucho más cerca, aunque a una considerable distancia, a los pies de los cerros que ahora sube, el imponente bosque de Rimos revela su real tamaño, el bosque cuyo corazón está muerto, sí, una significativa porción de este, la más próxima al cerro, está misteriosamente seca, hasta las mismas raíces. Las explicaciones para este fenómeno son tan supersticiosas como paganas.

            Los enhiestos y cilíndricos pilares de roca que marcan la entrada a Rimos, ya se distinguen a lo lejos. Uno de ellos está completo debe tener la altura de tres hombres, el otro es solo un poco más pequeño, pues su cúspide está destruida. El de la Izquierda, el completo, está casi en su totalidad fusionado al cerro que se extiende rodeando a Rimos y formando parte de este, hasta finalmente mezclarse con sus hermanas mayores, lejanas e inalcanzables montañas, imponentes y amenazantes como antiguos dioses, indiferentes e inmisericordes. El más pequeño, se encuentra al borde de una pendiente casi vertical de terreno desprendido. El camino de adoquines pasa por el medio de ambos, al igual que el destino del hombre, que pasa entre las decisiones que conducen a la grandeza y las que te acercan al abismo.   

            El foráneo vehículo se acerca. Desde la base de una de las vetustas columnas hechas de angulosas rocas blancas es observado por un hombre igualmente añoso. Este sabe que la carreta trae grano, también sabe que el hombre que conduce es Dan Rivel y que el trabajo de este, consiste en trasladar lo que le pidan, donde se lo pidan. Viene a Rimos con frecuencia, aquí casi no hay agricultura, y estos productos son muy solicitados. También el licor. El hombre maduro yace sentado en un poyo de madera, pulido, lustrado y prácticamente semi-esculpido por un inmemorial uso. Una de sus piernas, la izquierda, la mantiene estirada, la otra, es de la rótula hacia abajo una prótesis del mismo material que su sentadero.

 Es el comienzo del atardecer y las nubes, bajas, grises, espesas, se aposentan, pesadas, sobre las partes más altas de Rimos, extendiéndose sobre él, formando una bóveda, un techo que parece estar sostenido por larguísimas y raquíticas pero abundantes columnas de denso humo gris claro que ascienden desde innumerables puntos del poblado, como inestables puntales encargados de sostener tal colosal estructura. La ausencia de la más mínima brisa acentúa aquel efecto. 

Dan Rivel  ya casi llega, él también conoce a aquel hombre de la pierna de madera, lo ve casi siempre que viene a Rimos, siempre con un aspecto jovial, vital, a pesar del ya poco cabello cano y de la incómoda mutilación que luce con aparentemente satisfecha resignación. Al respecto, a Dan siempre le a llamado la atención la prótesis que usa, o mejor dicho, las varas de madera, paralelas, como de un dedo más o menos de grosor, que recorren verticalmente el miembro artificial por el frente y el costado externo, sin lograr imaginar qué función pueden cumplir. Tal vez simples ornamentos, aunque no es un asunto que le interese demasiado.

            Este pueblo de mineros, herreros y forjadores tiene cierto encanto, indubitablemente no se compara con Cízarin, su tierra natal, pero hay cosas, paisajes, situaciones que construyen una geografía singular, una serie de condiciones inexistentes en otro lugar. Luego de hacer un ademán al viejo, Dan conduce su vehículo por el camino empedrado, el cual, rápidamente comienza a estrecharse, un pequeño centro de guardia lo espera en la entrada, cuatro soldados coterráneos suyos armados con la emblemática espada Pétalo de Laira, llamada así porque la hoja de esta arma reproduce fielmente la forma de los pétalos de esta característica y bella flor, muy abundante en los prados de Cízarin, chequean constantemente todo lo que entra y sale por aquel ingreso, aquellos hombres lucen una armaduras de suela, lustrosa y finamente labrada, más cómoda y elegante que la usada en las conflagraciones, uno de ellos, el de más alto rango, detiene el carro para un rápido chequeo, mientras otro inspecciona displicentemente la carga, este le hace un gesto a su jefe, quien con indiferencia autoriza el ingreso del rústico vehículo.

Los talleres de los forjadores y herreros se acopian a ambos lados, monótonas cajas de madera, piedra y barro, con fraguas perpetuamente encendidas en sus barrigas, y hombres perennemente atareados. Aquí y allá suenan estridentes golpes de metal contra metal, encargados de dar la forma deseada al material que llega de los hornos; carcajadas de hombres robustos y desenfadados, protegidos con delantales de cuero, que no se molestan en detener su labor para socializar; el repiqueteo de agudos cinceles que, a fuerza de golpecitos secos y perseverantes labran el duro metal y lo ornamentan con el motivo que caracteriza esta tierra, las nudosas enredaderas con espinas, armas y armaduras llevan complicados diseños con orgullo, representando la defensa por sobre el ataque y la testarudez de la vida ante lo adverso.

Cada cierta cantidad de talleres, aparecen angostos callejones que conducen a más talleres, aún más amontonados unos con otros, que terminan apretujados contra el cerro. Algunas de estas callejuelas al estrellarse contra el cerro se convierten en escaleras de madera estacadas a las paredes que recorren con habilidad la superficie casi vertical, ahí mutan a caminos de tierra o puentes de piedra, donde viven y trabajan más personas. Túneles y canteras ya desocupadas, son usadas como terreno para construir sus casas y habitaciones por los mismos trabajadores que las abrieron y sus familias, de hecho, el grueso de la población vive de esta manera, principalmente en viviendas de piedra y madera, algunas de ellas semi sepultadas, que parecen emerger de la tierra como víctimas de un alubión. Esta, otrora yerma tierra, está domesticada como quien domestica un animal salvaje y huraño, a fuerza de andamios, puentes, escaleras y pasadizos, convirtiéndolo en un lugar artificialmente habitable, como una fiera con camisa de fuerza que, imprudentemente, pretendes tener de mascota. La notable densidad poblacional de esta región, complica el avance de cualquier vehiculo, por esto, Dan prefiere el atardecer para visitar esta urbe. Se mueve lento pero sin interrupciones, a excepción, quizá, de un perro viejo que intenta mantener su reposo a pesar de que un colega, más pequeño y enérgico, lo atormenta incesantemente mordiendo orejas, nariz y cola en busca de diversión. Como si fuera una tarea embarazosa pero obligada, el viejo se levanta y se mueve sin prisa, casi contrariado, para darle el paso al vehiculo que se aproxima, dejándose caer, después de un par de vueltas sobre si mismo, un par de metros más allá, a la entrada de un taller. El pequeño hiperactivo, luego de ver pasar el vehículo con infinita humildad, vuelve a su incondicional tarea de poner a prueba la paciencia de su tolerante compañero.

Aunque escasos, es posible toparse con algunos comercios dispuestos a no seguir la industria reinante; molineros, alfareros, comerciantes, incluso pastores, aparecen como raras especies en una fauna demasiado definida.

            El camino empedrado continúa casi recto, la carreta debe desviarse, toma una curva, esta vez de tierra, pero en cuanto a la calidad, no tiene nada que envidiarle al anterior, baja por una pequeña loma y se encamina hacia un sector más residencial que fabril. La sensación de estar en un hoyo o en el fondo de un cráter, aquí se acentúa, incontenibles y afiladas paredes por todas partes limitan el cielo, confinan al sol y estrangulan la serenidad de los individuos acostumbrados a  las extensas llanuras.

Las viviendas se aglomeran, incluso se descuelgan unas de otras, hay algunas donde, a simple vista, es imposible imaginar cómo sus moradores llegan hasta ella, y es que algunos de ellos deben atravesar una, dos o hasta tres casas para llegar a la suya, por lo general de parientes cercanos. Para cualquier visitante siempre resulta preocupante ver como los niños juegan a varios metros del suelo, en empinadas escaleras o endebles plataformas ante la insólita indiferencia de sus mayores, a pesar de esto los accidentes no son frecuentes, los niños desarrollan rápidamente fuerza y agilidad, después de todo, este es el ambiente en que nacieron.

Una de las cosas más llamativas de este lugar es una formidable roca que divide una de las caras más pobladas del cerro en dos, no es la única, como esta hay muchas, pero lo que la diferencia del resto, es que los trabajos a su alrededor han ido paulatinamente despojándola del cerro que la cubría, y que en definitiva la sostiene, dejando al descubierto un amenazante e inmutable coloso de piedra. Las excavaciones a su alrededor fueron prohibidas, puesto que ahora es imposible saber cuanto de la erguida roca está aún adherida al cerro, o hasta que punto este pueda contenerla, el más mínimo ronquido de los dioses de la tierra podría desprenderla, lo cual sería funesto, la inmensa cantidad de personas que han hecho su vida en su contorno, arriesgada o ingenuamente, haría que, sin importar hacia donde cayera, la destrucción que causaría sería simplemente ingente. A pesar de todo, a la gente en cuestión parece no preocuparle demasiado, las cosas suceden como las disponen las eternas divinidades y no hay mucho que uno pueda hacer al respecto, con este punto de vista la vida sigue normal, incluso se ha construido un hermoso mirador en la cima de la inquietante piedra, rodeado de un muro de la misma roca y cubierto por un toldo firmemente anclado, Dan no ha ido nunca allí, pero dicen que la vista desde los hombros del coloso es sencillamente sobrecogedora.

Algunos metros más adelante, luego de pasar rodeando la gran roca, el camino se apega al cerro para poder continuar, una profunda cañada desciende por allí llevando agua en forma permanente. El sendero, peligroso e inevitable, la rodea hasta su parte más angosta donde la salta mediante un rudimentario pero firme puente de madera, para luego continuar hasta internarse en otro centro urbano más pequeño pero igualmente poblado. Desde aquí, se puede ver parte del camino de adoquines al otro lado de la profunda cicatriz que divide Rimos, dirigiéndose directamente hacia esta, donde es substituido por un espectacular puente de oscura piedra, sostenido por una perfectamente rectangular columna, justo en su centro, que desciende hasta el fondo de la quebrada, obligando a las poco caudalosas aguas a dividirse para poder seguir su curso. Su superficie, llana y sin pretil, es suficientemente ancha como para dos carruajes, y al final de este, el Palacio de Rimos, recortado contra el vacío que representa un cielo sin límites. Poco menos que un castillo, esculpido en la roca de una de las caras aisladas de las alturas que rodean el poblado, esta construcción da la fascinante impresión de una admirable obra arquitectónica que está por fin viendo la luz, después de haber nacido en las entrañas de la tierra. Simplemente, sería difícil adivinar si lo están esculpiendo o exhumando. Parte de su flanco aún no está trabajado, al verlo, es inevitable no tener la sensación de estar en frente de alguien con parte de su rostro desfigurado.

Tiene un poderoso muro ovalado en forma de media luna ligeramente inclinado hacia adentro, reforzado con magníficas y rectangulares columnas que nacen dentro de los muros, ascienden con una leve curva atravesando las murallas y terminando erguidas, fuera y por encima de estas en afiladas pasarelas que se cortan abruptamente en el vacío. Viéndolo de afuera, no está bien definido donde nace, debido a que desciende sin interrupciones hasta el fondo de la cañada, el único acceso se encuentra en uno de sus extremos, a un costado del formidable palacio hacia donde se dirige un ancho corredor, encargado de remplazar al puente de piedra. Al traspasar las murallas, se ingresa a un amplio patio interior finamente pulido, donde solo se pueden encontrar algunos puestos de guardia y más al extremo algunas caballerizas. La pared frontal del palacio es plana, con numerosas ventanillas más largas que anchas, que iluminan el interior. Dos columnas rectangulares ascienden hasta la cúspide, una a cada lado. La entrada, es un sencillo portón rectangular que se encuentra a un costado, justo antes de que la singular estructura se incruste en el cerro. La construcción entera muestra austeridad e incuria, donde predominan líneas rectas y ausencia  total de ornamentos, como la esencia de estos hombres, eminentemente prácticos. Entre el muro exterior y el palacio, hay una pared angosta y alta con habitaciones a las cuales se llega mediante estrechas escalerillas que se adentran en el cerro. Al ingresar al palacio se encuentra con un gran salón perfectamente anular, con una congregación de vigorosas columnas que describen un círculo interior, al borde de una depresión de la misma forma, un par de peldaños más baja, al centro de esta, una burda roca rectangular, pulida y hábilmente trabajada solamente en su superficie, es el único mobiliario a simple vista. A ambos lados del ingreso, y mirando hacia adentro nacen dos escalas, que, luego de dar un rodeo sobre si mismas, se adhieren a la pared escalándola hasta un amplio balcón sostenido por una multitud de columnas más pequeñas, que recorre el salón en toda su circunferencia, mediante el cual, se accede a habitaciones superiores.

Aquí vive el Señor de Rimos, Ovardo Hidaza, hijo de un rey cuya insolencia contra el vecino Cízarin le costo, hace muchos años, la potestad a su descendencia y el auténtico derecho de expansión. Rimos se convirtió en un reino subyugado, sin rey propiamente tal, e indefinidamente vedado de crecer territorialmente.

La figura de este Señor es luctuosa, ciego desde que era joven, es un hombre maduro que, sin embargo, tiene más años de los que representa, se mantiene siempre curvado, como si su columna fuera la rama de un viejo árbol que ha perdido toda flexibilidad. Cualquier actividad parece causarle sufrimiento físico, pese a todo, su carácter sensato y equilibradamente autoritario, además de su lucidez, se han mantenido inalterados. Su precaria salud, ha sido más severa últimamente, hasta hace pocos años era un hombre fuerte, cuya ceguera jamás le impidió realizar sus deberes de guiar esta tierra y sus hombres de la mejor forma posible, así como también la de manejar a su turbio y destemplado hijo, Dimas Hidaza, un hombre con un permanentemente cuestionable modo de actuar, una moral ambigua y cierta sevicia innata, además de la desgraciada tendencia a desarrollar lo peor de sí.

El interior del palacio, durante buena parte de un día de sol, se ilumina bastante bien, pero a esta hora y con los cielos saturados de densas nubes grises, la penumbra se esparce rápidamente.

En el gran salón, por fuera del círculo de fuertes columnas y debajo del pasillo superior que lo rodea, salvo por algunas lámparas de aceite y antorchas, distantes entre si, la oscuridad ya se instaló. Ovardo Hidaza está sentado en algo que sería pretencioso llamarlo trono, más bien un sobrio y tosco sillón de madera, conversa con su viejo amigo Aregel Camo, parece de la misma edad que su señor, pero en realidad es más joven. Hay formas de vida que envejecen más rápido que otras. Es un hombre hábil y leal, también respetado. Muchas veces ha demostrado tener más autoridad incluso que Dimas. Este está algunos metros alejado, más como espectador que participante del diálogo, casi retrepado en su asiento, se pueden ver varios pliegues de piel en la zona donde su puño se incrusta en su sien para sostener la cabeza, la otra mano sujeta, con las yemas de los dedos desde el borde superior, un vaso de licor que hace rato no ha movido. Parece aburrido, distante. Distraído, sigue con los ojos la silueta de una mujer que a lo lejos se pasea encendiendo las lumbres más apartadas del vasto salón.

Desde hace un tiempo, el Señor de Rimos ha estado expresando cada vez con más insistencia, su intención de buscar la forma de recuperar una de las reliquias que iban incluidas en el poderoso tributo que los vencedores tomaron para resarcir el daño cometido por la irresponsable soberbia de su padre. Tres oscuras y durísimas piedras labradas en forma de lágrima, idénticas entre si, de modesto valor económico, pero de enorme importancia en su momento para el padre de Ovardo, y ahora también para él, aunque sus motivos son muy diferentes. Estas piedras fueron concebidas como llaves de una ingeniosa forma de cerradura cuya particular cualidad es que el erróneo uso de estas, cierra permanentemente la entrada que resguarda, la entrada a un vetusto monasterio encontrado accidentalmente por mineros de la región, quienes cavaban a los pies del cerro, justo debajo de la ciudad y que estaba dedicado a la diosa Mermes, deidad de la muerte y a la más preciada posesión de esta, una fuente de cristalina y amarga agua, que según se dice al beberla promete vida eterna, pero en realidad, lo que no todos saben es que lo que se consigue exactamente es la “ausencia de muerte”, lo cual inevitablemente termina convirtiéndose en una pavorosa maldición, pues no impide el deterioro o daño del cuerpo, con el consiguiente sufrimiento físico que este produce, sino que lo prolonga hasta que, en definitiva hace anhelar la expiración debido a la angustiante sensación de tener el alma irremediable y eternamente encadenada al cuerpo, sin importar el estado en que este se encuentre, llevando la sagrada comunión de la vida y el cuerpo a límites inimaginablemente atroces, Ovardo averiguó esto de la peor manera, al igual que los valientes hombres que lucharían junto a él y que finalmente lo hicieron guiados por su padre, debido a su repentina ceguera. Ahora solo ansía volver al único lugar donde él cree que la muerte puede tocarlo, el monasterio, o por lo menos encontrar alguna pista sobre como acabar con su vida. Pero recuperar estas pétreas lágrimas no es una tarea fácil, menos si se llegara a conocer el propósito para el cuál fueron diseñadas y fabricadas, ya que sus actuales poseedores jamás las entregarían sabiendo su utilidad.

Según las ideas de Dimas, una tarea no se puede clasificar como fácil o difícil, son los métodos que se empleen para realizarla los determinantes, y por supuesto, también los medios disponibles. Le ha dado a conocer este criterio a su padre muchas veces, el razonamiento parece lógico, pero subestima la labor y las potenciales consecuencias de esta. Además, para Dimas es imposible dimensionar la importancia de las lágrimas negras, por lo menos mientras ignore las razones de su padre, el cual, no parece estar dispuesto a correr el riesgo de revelárselas a su impredecible hijo, de ahí la actitud de este cuando oye las propuestas mucho más sosegadas y diplomáticas que discuten los dos viejos para recuperar los, para él, cada vez más curiosos guijarros. Aregel sí conoce el significado de estas piedras, era un niño en ese tiempo, pero suficientemente grande para darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, curioso e independiente, descubrió más de lo que debía y vio más de lo que jamás quiso ver, por ejemplo, recuerda con claridad el imborrable y perturbador fin que tuvo su padre, y sus demás colegas, especialmente los escalofriantes baladros que salían de las hogueras donde se quemaban los masacrados cadáveres de los vencidos, cuerpos que se suponía debían estar sin vida, ya que este era un acto de salubridad y no de crueldad y que lo obligaron a llevarse las manos a los oídos con todas sus fuerzas, apretar los párpados y los dientes y a encoger su tamaño lo más que pudo en su precario escondite, en el cual se mantuvo por un tiempo que ahora, le sería imposible precisar.

 Ahora Aregel Camo, es un experimentado soldado, que ha participado en muchas batallas, pero ninguna por su tierra o los suyos, sino por la monarquía de Cízarin, el reino vencedor, como en un indefinido servicio militar. Algo especialmente relevante para él, que es hijo de uno de los más sobresalientes guerreros que se recuerden, quien, durante el corto tiempo que compartieron, siempre le inculcó una devoción religiosa por el lugar en que se nace y por su gente. La esencia y el motor de un soldado, decía, debía ser siempre el amor hacia lo que resguarda, de otro modo la banalidad de la batalla se hará cada vez más latente e insoportable, hasta precipitar el fin del soldado. Para Aregel, haber luchado siempre por causas ajenas es una frustración que se contradice con lo que cree y siente. Combatir por Rimos, es algo que, a pesar de los años, nunca ha dejado de acezar. Morir por Rimos, sería su conciliación para con su padre y su doctrina. Una situación que en la actualidad está muy lejos de suceder.

Dimas acaba su vaso de un sorbo, para él, el tema de las dichosas rocas no merece tanta verborrea, tal vez debería tomar el asunto en sus manos, no entiende por qué, pero si es, aparentemente tan importante, a él se le ocurren una o dos cosas para simplificar el asunto. Esas lágrimas negras, él nunca las ha visto, no sabe para qué sirven, su padre solo le ha dicho que son una reliquia, un objeto con un gran valor para él y su pueblo. Claro, Dimas no es ningún estúpido, sospecha que hay algo más, se podría decir que tiene fundada desconfianza basada en conjeturas con visos de verdad. Su artero cerebro, le dice que deben ser más que un simple souvenir de guerra o una antigüedad con valor sentimental. Sí, tanto interés debe valer la pena.

Se pone de pie ágilmente, como si de repente recordara algo importante que debía hacer, luego se retira caminando pausadamente y sin una palabra, jamás ha sentido la necesidad de dar explicaciones a nadie por sus actos, por impulsivos -o repulsivos- que sean, sale del salón para buscar a uno de sus hombres de confianza, un secuaz que piensa que manteniéndose bajo la sombra de él tendrá una vida más fácil, este conversa animadamente con un colega de guardia, pero al ver salir a su jefe, recupera súbitamente la compostura, y se acerca a Dimas, quien le habla en voz baja, el subalterno toma su caballo y se retira raudo a cumplir la orden que ha recibido.


León Faras.

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