lunes, 29 de agosto de 2011

Lágrimas de Rimos. Primera parte.

 II.




Cal Desci, renguea como siempre, la extensión de madera en la que acaba su incompleta pierna derecha, se lo exige. Una prótesis que ya hace mucho tiempo ha adoptado como parte de su cuerpo, como si hubiera nacido con esa inerte pieza de madera adherida a su carne, incluso le ha dado una interesante y curiosa utilidad, él mismo ideó la forma de que por medio de algunos trozos de metal y tiras de cuero, sus flechas, el alimento de su inseparable arma, una ballesta ligera, de madera reforzada con finas y elegantes piezas de metal, se mantuvieran adheridas a su pierna y prestas para ser extraídas con relativa facilidad y en cualquier momento, mucho más cómodo para él que trasladarlas en una aljaba.

Ha estado sentado largo rato a los pies de una de las torres que inauguran el poblado, una costumbre suya añeja y gastada. Se ha hecho viejo y sus ocupaciones han disminuido simultáneamente con sus habilidades, aunque a veces solo es para minimizar su nostalgia, descomprimir su mente y contagiarla un poco de la paz que emana del vasto paisaje que se extiende ante él.

Ahora camina sin prisa, llevando firmemente aferrada a su mano izquierda una botella de licor de aceptable calidad medio vacía,…o medio llena. El resto del brebaje se encuentra en su estómago, en su sangre o quizá ya en su cerebro, aunque por lo menos en apariencia, no demuestra aún ninguno de esos desagradables efectos secundarios causados por el alcohol,… cuando es consumido, claro.   

En Rimos, la oferta y demanda de empleo se concentra casi por completo en dos grandes áreas, ambas relacionadas con las armas y las armaduras. Básicamente quienes las fabrican y quienes las usan. Cal Desci perteneció a esta última esfera, aunque el negocio tradicional de toda su parentela ha sido siempre el pequeño gremio de la alfarería, pero su pasado está siempre presente, ya que, aunque solo sea por orgullo o costumbre, aún carga consigo su espada de soldado de Rimos, una reliquia ahora inútil, permanentemente enfundada, envejeciendo como él en su prisión de cuero, renuente a la extinción.

Lo que antiguamente fue una costumbre, con el nuevo gobierno se volvió una obligación, que cada familia debía ceder, por lo menos, uno de sus hijos al ejército vencedor, esto lo llevo a enlistarse muy joven a pesar de ser el menor de su familia. Solo tenía dos hermanas mellizas que por ningún motivo permitiría que fueran, pues ser mujer no era impedimento. De hecho, cuando un joven y recientemente ciego Ovardo Hidaza negoció los acuerdos de la derrota, uno de los puntos exigidos era reforzar el ejército vencedor con parte de su propia gente, debidamente armados, cada vez que fuera exigido, una estrategia no solo destinada a fortalecer a este último sino también a evitar que los vencidos adquirieran la fuerza suficiente para retomar las armas. Si los varones no eran suficientes debía incluir mujeres, Ovardo respondió con amargo pero torpe sarcasmo que si no sería necesario incluir niños también. La cruda respuesta no se hizo esperar: “Si los hombres y mujeres no son suficientes para completar la cuota exigida, puedes enviar niños, pero deberán ser dos por cada adulto que falte”. Providencialmente, no ha sido necesario llegar aún ha este extremo. Esta situación obligó a que con el tiempo se creara un pequeño ejercito, conocido como “grupo de la vergüenza” destinado a cumplir con esta condición, y así evitar las masacres de personas novatas en el combate, muy comunes en un principio, además de la alarmante disminución en la edad de dichos combatientes. De esta forma, la gente en Rimos ha podido realizar una vida relativamente normal y desarrollar sus artes y oficios, que en definitiva son la vida de un pueblo.


Un jinete se mueve con rapidez y habilidad por los innumerables meandros que abundan en los angostos caminos del poblado, su paciencia se agota diligentemente, no le agrada ser mensajero, pero órdenes son órdenes, y sabe muy bien que la paciencia de su jefe es tanto o más volátil que la suya,  forzarla puede ser aventurado, riesgoso. Al fin divisa los erráticos movimientos de la silueta de Cal Desci, este lo ve aproximarse y como siempre, intenta hacer uso de su exagerada amabilidad, pero el caballero no está de humor y corta tajantemente la sobreactuada bienvenida del viejo, transmitiéndole el sucinto mensaje que su jefe le envió: “ejecuta”. El rostro de Cal mutó a la velocidad que una hoja cae en otoño, todos los músculos encargados de hacer sonreír su cara se aflojaron gradual y coordinadamente, mientras que el resto de su cuerpo mantenía la graciosa postura de alguien que recibe a un personaje muy importante. El jinete, acabada su tarea, giró con violencia su cabalgadura y se retiró sin dar ni esperar explicaciones. “Ejecuta”, no era la primera vez que recibía ese mensaje, Dimas, a veces le daba instrucciones con la explícita condición de esperar la orden para llevarlas a cabo. Como aquella vez que le ordenó asesinar a un hombre, que supuestamente le estaba traicionando, o no siendo completamente leal que sería más o menos lo mismo. El sombrío hijo de Ovardo, en su siempre particular forma de ver las cosas, tuvo la sutileza de enviar a la propia víctima con el mensaje ante la presencia de su verdugo, “ejecuta”. Cal Desci nunca pensó en convertirse en un sicario, para él, ese era un oficio infame, el asesinato de alguien merece por lo menos una justificación válida, un propósito poderoso para el homicida, de lo contrario se vuelve solo un acto degradante, que pone al hombre por debajo de las bestias, porque incluso estas no matan si no es por miedo, hambre o conservación, razones siempre legítimas.

Miró al hombre parado en el umbral de su casa con un gesto que fácilmente pudo ser compasión, luego, sin moverse del asiento donde reposaba, tomó de su prótesis una flecha, la puso cuidadosamente en su inseparable ballesta, y negándose la posibilidad de pensarlo dos veces, se la disparó directo al pecho del desafortunado individuo, este se desplomó sin encontrar a su paso nada que lo sostuviera, horrorizado, buscando una explicación en la neutra expresión del rostro del viejo, incapaz de imaginar que la orden que acababa de transmitir era su propia condena de muerte ni tampoco de interpretar correctamente la aparente impasibilidad de su asesino, el rostro de una adiestrada resignación en el arte de bloquear la mente para no darle oxigeno a la, a veces peligrosa conciencia y a su aún más peligrosa consecuencia, la culpabilidad. La mente en blanco, como último recurso para aquel que no puede darse el lujo del arrepentimiento.

El hombre tendido en el suelo, se extrajo la saeta de su pecho con lentitud y relativa facilidad, respiraba con dificultad y temblaba inconteniblemente. La desesperación se apodero de él al ver que solo consiguió sacar un ensangrentado astil de madera sin punta, además de aumentar el sangrado. Cal Desci había aprendido e imitado una perversa costumbre de un pueblo contra el cual luchó una vez, usar las flechas con la punta de hierro sin asegurar, de esta manera si intentabas retirarla por donde había entrado, el agudo trozo de metal se desprendía, quedando dentro del cuerpo de la víctima, transformando el deceso en una ineluctable cuestión de tiempo y a veces también en una prolongada e innecesaria agonía. Con la impávida actitud de un médico que debe operar sin anestesia para salvar la vida de alguien, Cal se puso de pie, tomó su veterana espada y terminó el trabajo.

El viejo cochero -esa era su actual ocupación, oficialmente- sintió de pronto la imperiosa necesidad de sentarse, como si sus energías se hubieran largado en la grupa del emisario que acababa de irse, alzó la vista, el gris y turbio cielo no le ofreció ningún consuelo, luego miró la botella en su mano, esta era mejor que nada, bebió un largo trago y trató de concentrarse, tenía una ineludible obligación: Conseguir las Lágrimas negras, sin importar los métodos. Por supuesto que el trabajo no necesariamente debía hacerlo personalmente, él era solo un viejo lisiado, pero tenía cierta autoridad sobre algunos hombres y también sobre algunos recursos, sin embargo, la obligación de que las piedras cayeran en las manos de Dimas, recaía directamente sobre él. Lo primero era averiguar el lugar exacto donde se encontraban.


Dan Rivel acababa de terminar su entrega, el pábulo de esas pesadas muelas de roca que incesantemente giran en torno de si mismas, propulsadas por infatigables bestias.

La oscuridad se acerca rápido, no le agrada la idea de recorrer los caminos de noche, tentar la suerte podría ser imprudente, el amenazante cielo también lo persuade a pernoctar en Rimos esta noche.

Guía su rústico carruaje, deshaciendo el trayecto realizado. Necesitará licor, la noche en estas alturas puede ser muy fría, también algo de comer y forraje para su caballo, luego un lugar seguro donde dejar su coche para refugiarse en él y salir por la mañana temprano. En su camino se encuentra con el viejo que vio a su llegada, el de la pata de palo, ahora está sentado a la vera del camino, en un banquillo arrimado a un pilar que sostiene el techo de uno de los muchos talleres. Este le dirigió una mirada casual al principio, pero inmediatamente su tez se iluminó, los músculos de sus cejas se relajaron, una amplia sonrisa saturó su cara de innumerables pliegues y arrugas, dando la impresión de que su anguloso y lampiño rostro hubiera perdido el relleno que existe entre la piel y el cráneo, una sonrisa que a pesar de ser habitual en él, parecía distinta a las demás. Se puso de pie lo más rápido que pudo e interceptó el carruaje sosteniendo al manso caballo para detenerlo suavemente. La solución estaba ante sus ojos, aquel muchacho era de Cízarin, el lugar donde se suponía debían estar las piedras, talvez lo podría convencer de que lo ayudara, no, estaba seguro de que lo haría, se había convertido en un eximio embaucador, un cohonestador experimentado que con los años había sepultado en las profundidades de su ser todas aquellas cualidades que literalmente entorpecían sus actuales obligaciones, escrúpulos incluidos, llegando a sorprenderse a si mismo en más de una ocasión, y no precisamente en forma agradable, de lo que la vida había hecho con él. Pero ¿qué culpa podía tener la vida?, un hombre le dijo hace años, muchos años, que si el río te arrastra hacia donde no querías o no debías estar, la culpa, antes que nada, era tuya, por meterte al agua. Constantemente sentía que tenía mucho de que arrepentirse, pero hacerlo era una estupidez estéril y pueril.


León Faras.

4 comentarios:

  1. Hola León!!! Ajá cómo vas con esa nostalgia? Creo que en dosis pequeñas no pasa nada,pero cuando tenemos que comerla,beberla,respirarla y hasta dormir con ella es todo un tedio. Espero que andes manejando bien eso,sabes que se le puede sacar provecho ;).
    No había leído "Lágrimas negras",me has atrapado de nuevo.
    Un abrazo cálido y reconfortante!!

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  2. Hola Belce, no te preocupes que soy de depreciones y enojos muy cortos, pronto ya estoy mirando para delante.
    Leí tu última entrada, y me preguntaba si sería solo ficción o algo más, parece un rompimiento doloroso y absorvido, refleja mucho sentimiento. La escritura es buena para escuchar, pero mala para guardar secretos.

    Lágrimas negras es mi favorita, pero no se lo digas a las otras.

    Un cariñoso saludo Belce, cuídate mucho.

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  3. Hola!,me da gusto leer que ya estás en el camino de nuevo,a mí me duran más los corajes que las depres.
    Mi última entrada (gracias por leerme)es consecuencia de los "días extraños" que te había comentado.Realidad mezclada con ficción porque no me dí de topes en la pared ja.
    Lagrimas negras,me pregunto cuántos capitulos tiene,ni me digas,así me dejas en espera je!
    Te dejo en este viernes grisáceo. Me cuidaré y espero que tú también =)

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  4. Ahhh, sí, recuerdo eso, me da gusto que esos días hayan pasado. es mejor que pasen a que nunca lleguen.


    Cuantos capitulos, no lo sé, espero que mil, ni pienso en terminarla (ojala que eso no te moleste.)


    Chao Belce, que estés muuuy bien.

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