miércoles, 21 de septiembre de 2011

Simbiosis. La hija de Ulises.

II.

A la mañana siguiente Estela se despertó temprano, le había dado muchas vueltas en su cabeza a la carta de Ulises que había leído, y aunque le parecía incorrecto haberlo hecho sin la debida autorización, sentía que debía haber algo en sus manos que pudiera hacer para justificar precisamente su acción. Aquella carta, efectivamente era de la hija de Ulises, una mujer llamada Bernarda, que vivía en una ciudad desconocida para Estela llamada Avemar. En la misiva la mujer expresaba su angustia por no saber nada de su padre en tantos años, que muchas veces había pensado en viajar a Bostejo, pero que la situación económica no era todo lo buena que quisiera, que el trabajo no había faltado para su marido pero que los horarios en las grandes ciudades eran extenuantes y que debían cuidarlo, porque había una enorme cantidad de personas cesantes en las calles, que llegaban de otras ciudades como ella. La muchacha imaginaba todo aquello pero sin poder dimensionarlo del todo, sin embargo su real preocupación era la idea que desde el principio se le acunó en su mente, aunque aún no sabía cómo, reunir a Ulises con su hija.

Cuando Estela llegó a la cocina encontró a la señora Alicia sobando enérgicamente una masa de pan, de inmediato comenzó a alimentar la cocina con leña para encenderla y mientras lo hacía empezó a hacer preguntas sueltas sobre aquella ciudad, Avemar, como a qué distancia quedaba o qué tan grande era, la mujer no tardó en preguntar el origen de tan inusual tema de conversación y la muchacha le respondió con sinceridad tanto lo que había hecho como los motivos que había tenido, aunque no aún sus intenciones. Avemar era una ciudad costera ubicada a unas tres horas de allí en tren, era bastante más grande que Bostejo y su principal actividad era la industria textil, ya que las abundantes rocas en la playa solo la habilitaban para contar con una pequeña caleta de pescadores artesanales, ni puerto ni bañistas. Para Estela, el océano era un gran charco de agua frente al cual ella debía imaginarse como una hormiga, ese era el único concepto que tenía y se lo había dado don Mateo, un verdulero del mercado.

El sabroso aroma de los primeros panes ya flotaba por la casa de Alicia, cuando Edelmira apareció en la cocina, su aspecto no era ni la sombra del que tenía la noche anterior, era claro que le debía a su cuerpo varias horas de sueño. Estela ya había planteado su propósito y lo discutía con la señora Alicia, “pero niña, ¿qué podrías hacer tú al respecto?, ¿traer a esa mujer a la rastra desde Avemar?”, “¿A quién hay que traer desde Avemar?” preguntó Edelmira mientras encendía un cigarrillo y movía una silla para sentarse, “a la hija de Ulises” respondió Estela con soltura, como si la curiosidad de Edelmira fuera plenamente justificada, “¿la hija de Ulises?”, “sí, es que hace tantos años que no se ven y…”, “pues lo mejor es ir allá y hablar con ella directamente”, Edelmira interrumpió a la muchacha con la decisión de su carácter impulsivo, mientras despedía con gracia un chorrito de humo por el borde de su boca en dirección opuesta a sus acompañantes, “estás loca mujer, replicó Alicia, ¿acaso quieres que esta niña vaya sola a ese lugar?”, “claro que no, si quieres yo puedo acompañarla, me encanta el mar, ¿a ti no Estela?”, la muchacha se mordía el labio sin responder, al final dijo, “me encantaría conocerlo”, “¿no lo conoces?, lo ves Alicia, otra razón para que la niña vaya”, para Alicia la idea estaba tomando forma demasiado rápido, “no lo sé…”, “vamos mujer, Edelmira no era de las personas que pensara demasiado las cosas, sólo hablaremos con ella, además, como mi madre decía: Quien ayuda a alguien más, se ayuda a si mismo”. De a poco Alicia comenzó a ceder a las suplicas de Estela y a los argumentos de Edelmira, hasta que por fin no solo dio su consentimiento, si no que también aceptó ocuparse de Alonso, “bueno está bien, pero solo por un día”.

La muchacha se mantuvo todo el resto de aquel día con la ansiedad de quien, muy pronto, tiene que enfrentar algo nuevo e importante. Al atardecer fue a hacerle la última visita a Ulises, conversaron durante largo rato pero Estela se guardó sus intenciones. Cuando el viejo se durmió, la niña copió en un papel el nombre y la dirección de Bernarda, la hija de este.

La estación hervía de gente aquella mañana, el vapor y el humo de las máquinas desdibujaba las siluetas de los transeúntes que aparecían y desaparecían como fantasmas atareados y enmudecidos por el rechinar de los metales. El bullicio era una guerra campal donde solo el silbato de las locomotoras lograba imponerse ante las decenas de voces que trataban de comunicarse bajo la ley del más fuerte. Edelmira llevaba un abrigo níveo sobre su vestido, un grueso cinturón acentuaba su figura y un ancho sombrero le daba cierta clase a su facha, esto sumado a su andar soberbio, la hacía blanco de todo tipo de miradas, Estela caminaba rápidamente a su lado para no quedarse atrás, “esta es” dijo la mujer, indicando una máquina a la cual ambas subieron recibiendo una grave inclinación de cabeza del boletero, que con un estridente silbato anunciaba la partida del tren hacia Avemar. Mientras la mujer viajaba recta en su asiento, la niña no despegaba la vista de los hermosos y bucólicos parajes que corrían frente a sus ojos, inmensos campos, lejanos cerros, patos que despegaban desde el río al ensordecedor paso da la locomotora por sobre los fierros de un puente de oxidado esqueleto, para dejarse caer solo unos metros más allá. Al cabo de algunas horas, la estación de Avemar las recibía con el mismo si no mayor escándalo.

Todo aquí era más estético, más colorido, más alucinante; las casas, la gente, su ropa, incluso los rótulos de los negocios parecían recién pintados y exhibidos, pero para Estela lo que más la sorprendía era la enorme cantidad de automóviles, corrían sin parar y por todas partes, tanto que las personas debían moverse en apretujadas manadas pegadas a los edificios, “debes tener mucho cuidados cuando necesites cruzar una calle, aconsejaba Edelmira, o puedes terminar como estampilla”. Tras ellas, dos señoritas caminaban embelesadas en lo que parecía una sabrosa conversación de la cual de cuando en cuando, nacían contenidas risitas, una de ellas empujaba un coche con un bebe. Al llegar a la esquina, Edelmira se detuvo y Estela la imitó, pero debió moverse cuando vio que el coche tras suyo no lo hizo, la mujer que tiraba de él, absorbida en la charla que traía con su amiga, siguió de largo en el momento en que un camión de carrocería abombada y barandas de madera, cargado de verduras se acercaba, por suerte, y sobre todo para la criatura que venía en el carrito, Estela reaccionó a tiempo tomando el coche con ambas manos y jalándolo hacia si, solo se oyó un “¡despierte mi`jita!”, que soltó el peoneta del vehículo de carga al pasar, “¡por Dios santo niña, ¿en qué estás pensando?!” le espetó Edelmira a la distraída mujer, la que estaba totalmente pasmada, mientras su acompañante se persignaba una y otra vez. Para cuando Edelmira y Estela se retiraron, las dos jovencitas aún estaban paradas tratando de asimilar el susto.

Las dos mujeres comenzaron su periplo por la ciudad preguntando por la dirección qué buscaban pero sin mucho resultado, cuatro veces las orientaron equivocadamente y sus caminatas se volvían estériles. El problema no era el apunte que Estela había hecho, como comenzaban a creer, si no, al tipo de personas que entrevistaban, todos acomodados y bien vestidos, solo cuando se pararon fuera de una gran tienda de ropa llamada “Tiendas Sotomayor”, en la que Edelmira se detuvo para vitrinear, una mujer que aparentemente trabajaba allí les pudo dar una pista más certera.

Avemar estaba formada de dos partes totalmente opuestas, dos hermanas mellizas en las que, mientras una era bella, limpia y perfumada, la otra era sucia y enteca, esta última zona eran los suburbios, donde el grueso de la población obrera y marginal vivía, y donde precisamente estaba la dirección que buscaban.


León Faras.

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